Por Antonio Álvarez Bürger
¿Y cómo le podríamos llamar a esta gris imagen –ya de muy cotidiana recurrencia–, que proyecta en estos momentos la agraviada ciudad de Concepción, antaño señera capital de la Región del Biobío?
Abstrayéndonos de todo pensamiento o beligerancia religiosa, política, social e ideológica, ¿qué argumento esgrimir, que no hiera la sensibilidad de algunos catones ortodoxos de falsa moral, al reflexionar sobre lo que observamos, que es una fiel alegoría o representación de lo que en esencia es actualmente nuestra alicaída metrópoli?
He escuchado decir a algunos observadores, adeptos a la ecuanimidad, que si no fuera por el afán de exhibicionismo de su pobreza que hacen los ocupantes de las carpas en lugares tan prominentes de la urbe, como son el odeón de la Plaza de la Independencia (principal paseo público de la ciudad), el portal de la Catedral (un patrimonio irrefutable de ésta) o la entrada misma al centro de información turística de Concepción, se condolerían sin duda de su situación. Les he oído también preguntar dónde pernoctaban los invasores antes de aquella explosión de gran estruendo –calificada de “estallido”–, y por qué razón las autoridades abandonaron hasta ahora su deber de ejercer la autoridad que les otorga la ley para restablecer el orden público.
Para otros más exigentes o severos, menos dispuestos a contemporizar, resulta algo inexplicable. Con más resuelta determinación han acudido a la inmemorial moraleja aquella de «quién le pone el cascabel al gato», en este extraño ambiente que a todo el mundo normal le parece hoy inaudito.
Y al revés de ellos, los hay igualmente quienes han exhibido una visión distinta del acontecer diario de esta noble localidad, antaño orgullosa de su cultura y de su historia. Son seres mansos, dóciles y hasta estoicos, que se conforman con ver cómo su ciudad duerme impasible el sueño de la claudicación, mientras sujetos mentalmente amorfos pintarrajean de manera inmisericorde los muros de sus universidades, comercios, templos, hospitales y escuelas.
Concepción, ayer altiva, quizás hasta presuntuosa, adquiere poco a poco la fisonomía, el aspecto particular de un núcleo urbano desfalleciente, oculto, atrincherado detrás de la algarabía apoteósica, triunfal, de comerciantes ambulantes que se han posesionado –entre otros lugares estratégicos– del Paseo Peatonal “Alonso de Ercilla”, según las apariencias convertido (en forma definitiva e irrevocable) en una luctuosa “feria de mala muerte”, digna de un inconsolable llanto. El sosiego, la sonoridad agradable, la apacibilidad regulada del diario vivir, han sido relevadas inexcusablemente por el bullicio y el alboroto… Los ocasos, los anocheceres, son ahora los marcadores para empezar a abandonar las calles desprovistas de policías y medios de transporte.
Llegó un invierno más. ¿Qué ocurrirá con los nuevos residentes de la plaza, del odeón, de las gradas de los templos? ¿La Catedral tendrá que darles cobijo, o se regresarán a sus lugares habituales de antes de aquel estallido? ¿Los centenares de ambulantes ocuparán los ingresos y salidas de las galerías comerciales? ¿Proliferarán las raquíticas carpas y toldos bajo los aleros de algunos muros de la ciudad?
Interrogantes sobre un anecdotario urbano, que ocasionalmente pudiera entregar algunas pistas por el hoy umbroso futuro de la capital regional del Biobío. La verdad es que sigue como una amenaza latente la sempiterna pregunta: ¿Quo vadis Concepción?