El hombre de la peineta

Por Antonio Álvarez Bürger

 Llevaba algo así como un cuarto de hora arreglándose el cabello frente al espejo de aquella vitrina en la galería comercial. En varias oportunidades había intentado peinarse, pero cada vez remachaba los golpes de peineta con mohines de evidente desagrado. Parecía no quedar conforme, y era ésa entonces la razón de tanto malestar.

En ningún momento demostró estar inquieto ante las mordaces miradas de los transeúntes. Más aún, parecía muy a gusto mostrándose desafiante ante la curiosidad de la gente.  Cada cierto tiempo dejaba caer los brazos a lo largo de su esmirriado cuerpo, cansado quizás, o para reunir nuevas fuerzas. Los
cabellos se los había curvado primeramente hacia atrás; enseguida, a un costado. Al instante siguiente, hacia el otro y, por último, en dirección francamente vanguardista.

Como ninguna de estas operaciones lo dejaba satisfecho, trataba en consecuencia de alisarse el pelo, aunque igualmente con escasa convicción. Cansado ya de posar frente al espejo de la mentada vitrina, volvió a quedarse quieto, como para relajarse. Y, transcurridos unos cuantos minutos más, procedió a enderezarse la corbata y a sacudir sus pantalones, lo que más parecía un tic nervioso. Aprovechó
también el momento para abrocharse uno de los cordones de su flamante calzado primaveral. Después, por enésima vez, volvería a su divertida postura.

Continuó observándose en el espejo de aquel escaparate comercial, pero ahora más detenidamente y durante más tiempo, hasta que pareció conseguir al fin su objetivo, porque cesó repentinamente de arreglarse el cabello.

El hombre esbozó una leve sonrisa de asentimiento y satisfacción, se miró por última vez en el espejo, volvió a sonreír y… se caló el sombrero hasta las orejas.