
Por Antonio Álvarez Bürger
Decía que le iluminaban el alma y que, como lo pregonara San Agustín, sólo por ellas llegaría finalmente a Dios. Era un viejo sabio que comía gusanos de luz. Estaba tan convencido de aquello, que por las noches se arrastraba como una áspid entre las flores de su jardín, creyendo así irradiar luces multicolores a su serpenteante paso. Pensaba asegurar que su alma sobreviviera con una mayor energía a la muerte futura de su giboso cuerpo. Y no paraba de ingerir gusanos de luz… Los buscaba por todas partes: entre las plantas, los hongos y la materia orgánica, y jamás se rendía. Lo hacía siempre al ocaso, “cuando las lumbres prenden las últimas rosas”.
-«Una porción más de divinidad» -exclamaba-. «Esa luz es el elixir de la vida».
Se jactaba en su locura de tener unas cuatrocientas vértebras en el espinazo, como ciertos ofidios (más de quince veces la de cualquier otro hombre), y que tal condición le facilitaba el desplazamiento por los suelos a pesar de la crasitud, acumulada en su humanidad de tanto engullir orugas resplandecientes.
Algunos en la aldea de la Asturias de España, y de mi padre, se tragaban el fabuloso cuento del senil erudito. Después de todo, el anciano era un hombre muy docto, de reconocida ilustración. Carecían los demás de argumentos suficientemente sustentados para impugnar su certeza aparente. Aunque nadie lo imaginaba como una guirnalda de refulgencias o corazones de piedra encendidos arrastrándose por la tierra, una y otra vez los descreídos le seguían el juego, pero con subrepticio desprecio. Es que el hombre de vetusta apariencia era tremendamente persuasivo y hacía tropezar a los otros en la duda.
Una noche, mientras los más suspicaces lo enfrentaban con sardónicas sonrisas, provocador les lanzó el reto:
-“Verán ustedes. Les mostraré mi secreto, pero no habrán de divulgarlo…
De modo que los invitó a observar su articulado recorrido por entre las plantas arbustivas y las bellas flores de su vergel. Al anochecer se presentó ante los hombres impertinentes, caracterizado como un reptil, alargado de cuerpo como nunca antes se le viera, con piel escamosa y cabeza aplanada. El disfraz era perfecto, porque además era increíblemente centelleante. Contó a los curiosos que por precaución había ya comido una buena cantidad de gusanos de luz en un platillo pequeño, para no decepcionarlos si es que no hallaba suficientes metazoos a su paso, pero que ahora iría a demostrar su afán.
Entonces besó la tierra con el presunto espinazo de sus cuatrocientas vértebras; se desplazó como una soga tirada por manos invisibles, que reptaba incandescente, y escrutó con la mirada entre los capullos de las rosas, jazmines, lirios y tulipanes del jardín. Con manifiesto desespero escudriñó, meneando la cabeza y olfateando el aire en una y otra dirección; rastreando todo lo que se movía ante sus ojos de locura irónica. Hasta por fin llegar a aquel rincón del candil que proyectaba una luz fantasmal sobre el suelo inanimado, que no tenía vida pero que recién parecía convertir a los gusanos en cuerpos luminiscentes. El viejo sabio se comió algunos y gritó victorioso. Lo hacía siempre, al final de cada demostración ante el público ávido de observar su espectáculo.
Diversas clases de gusanos de luz aún existen en otros lugares, así como la certeza de que por muchos años perduró la sapiencia del viejo, que no obstante un día hizo crisis y terminó trastornado. Dicen quienes lo conocieron que al final cazaba hermosas luciérnagas hembras, aquellas que emiten una luz fosforescente de color verdoso más formidable que la de los gusanos de luz más comunes, y que sin embargo ya no quedan en su hoy desatendida rosaleda, porque él también acabó allí con ellas.
Pero los aldeanos contaban después que durante su entierro, efectuado cerca de la medianoche a ruego aún en vida del difunto, un colosal enjambre de luciérnagas acompañó desde atrás al cortejo hasta el camposanto. Un labriego de la comarca comentó que una verdadera legión de gusanos de luz alados se posó después sobre la cruz de madera, iluminando el lugar mientras duró la fúnebre ceremonia. Una mujer, que antes había asistido a una de las usuales exhibiciones que hiciera el viejo sabio, ya entonces desprovisto de cordura, relató a su vez que la noche de la sepultación los bichos de luz extrañamente relampagueaban y parecían danzar, como si estuvieran rindiendo tributo al muerto. Un tercero se limitó a observar con ironía y sorna, que no bastaba con ser hombre sabio para terminar loco. Otros prefirieron guardar silencio…
-“No vaya a ser cosa que esto sea obra del diablo”, dijeron.

