Por Antonio Álvarez Bürger
Que las agencias publicitarias o el comercio se la apropiaran para generar más ventas, no es más que un mero y, por cierto, legítimo esfuerzo económico, que tuvo un desenlace feliz para los “exhumadores” de la iniciativa. Lo concreto, de cualquier modo, es que las primeras celebraciones del día de las madres de que se tiene conocimiento, datan de la Grecia antigua o clásica, en que las fiestas se hacían en honor de la diosa Rhea, madre de Júpiter, Plutón y Neptuno.
Otros antecedentes históricos sobre el particular los hallamos en la Inglaterra del siglo XVII, donde se festejaba algo así como “el domingo de servir a la madre”. Fue recién a comienzos del siglo XX cuando se instauró casi a nivel planetario el Día de la Madre, para celebrarse por lo general cada segundo domingo del mes de mayo. De este modo es hoy, en propiedad ya, una actividad tradicional y transversal en las más diversas culturas.
El amor hacia la madre no tiene color de piel, ni fronteras ni distancias que recorrer. Esta mujer, cuya vocación y destino son tan ineludibles (que hasta el mismo Cristo quiso experimentar la cálida emoción de tener una madre), compendia y estimula en el ser humano los sentimientos más nobles. El amor de una madre –sostenía el sacerdote salesiano, Ulises Aliaga- “es la manifestación más elocuente y acabada del amor de Dios”. Y vaya que, especialmente para los creyentes, una frase tan categórica nos conmina a meditar. A esa mujer, de figura marchita ya por el tiempo, que un día optó por olvidarse de sí misma para ser madre y velar nuestros sueños desde el propio regazo, no la veremos lamentarse jamás. Ella, por el contrario, pide perdón por no poder hacer más por sus hijos, a los que ama más que a ella misma.
Cuando se va, cuando nos deja, es el mundo el que se desploma y se acaba. El impacto –brutal, inconmensurable- provocará heridas tan profundas en el ser humano, que durarán todo el resto de su existencia. Tenerla hoy, aún, con esos años tan duros y resignados a cuestas, pero con la ternura escapándole de toda su humanidad; con esos ojos terriblemente cansados, que sin embargo brillan inusitadamente de alegría cuando la visitamos; con ese cuerpo castigado, que pareciera revitalizarse como en un milagro cuando la atendemos y la escuchamos, es un privilegio, es una bendición, es una bella realidad que muchos, sin embargo, terminan por valorar cuando ya es demasiado tarde.
¡Madre, hoy tú no tendrás que lavar platos. Lo haré yo, mientras tú te ceñirás la corona de reina de la casa. Madre, no sólo te llevaré hoy chocolates y unas flores… Te llevaré, sí, te llevaré una promesa: en el futuro, el Día de la Madre serán todos los días que te restan de vida!
Que las agencias publicitarias o el comercio se apropiaran de la fiesta, pues, es lo de menos. Quizás, aunque los objetivos suyos y nuestros difieran en su esencia, confluyen en el llamado de alerta, que es uno solo: hagamos caso a los antiguos griegos, que eran muy sabios: que nuestras madres reciban ahora los tributos antes reservados a Rhea.