Por Antonio Álvarez Bürger
– ¿Y cómo va la cuestión aquella?
– Perdona, ¿qué cuestión?
– ¡La cuestión, poh!
– Pero, ¿qué cuestión, poh?
– ¡La cuestión de la casa, poh!
– ¡Ah, esa cuestión! Sí. Parece que esta vez la vamos a vender. Anda un compadre interesado y tiene la platita en efectivo. Sólo es cuestión de días…!
Diálogo habemus (registrado) ¿Escenario? El interior de un autobús del recorrido Concepción-Talcahuano. Un tanto extraño, pero diálogo al fin. Y por lo demás, de origen químicamente chilensis entre dos ciudadanos de edades medias, bien vestidos y peinaditos los dos.
Pasa que esta famosa palabrita de la cuestión (equivalente a asunto, tema problemática, tópico, etc.) es quizás –en esta soberbia faja de alongada tierra– una muletilla como aquella del huevón, extremadamente socorrida y arraigada en lo más recóndito de la tan nuestra peculiar ciencia lingüística. Para el extranjero podría inscribirse entre las jerigonzas barriobajeras más ininteligibles, no porque no la capten de buenas a primera, sino porque se la repite y se la repite hasta el cansancio por las graves carencias en materia de sinonimia. Y lo peor es que es una cuestión difícil de eliminar de nuestro desvergonzado «cututeo». Además que es como un pedazo de cuero inagotable, del que se pueden fabricar correas para las necesidades más diversas. A saber: cuestionario, cuestionado, cuestionar, cuestionamiento, cuestioncita, cuestionador, cuestioncilla. En fin.
Quiero decir, entonces, que habrá que preocuparse por el uso y abuso de la cuestión. En otras palabras, convencerse –de una vez por todas– de que no deja de ser grave la cuestión, y tendrá que ser reemplazada por expresiones, voces o vocablos que sí sean plenamente identificadores de lo que en esencia queremos señalar o transmitir. No se trata de que la cuestión sea absolutamente apartada de nuestra habla, porque eso sería despreciar un término que prácticamente tiene una categoría conceptual. A modo de demostración de que no es éste un tema baladí, el Papa León XIII (en su Encíclica Rerum Novarum) y Engels (cuando citaba las causas en virtud de las cuales la revolución podía ser hecha en Rusia), se refirieron en sus respectivas épocas, con la solemnidad de sendos casos, a la «Cuestión Social».
Ahora, el asunto acá es sin embargo distinto. Nada justifica andar trapeando el piso con la cuestión… Que no me gusta esta cuestión. Que no te metas en esta cuestión. Que es cuestión de que nos pongamos de acuerdo. Que la cuestión está complicada. Que eso es cuestionable. Que sobre esta cuestión hay que tomar decisiones rápidas. Que habrá que reconsiderar la cuestión. Que todo es cuestión de tiempo. Que incuestionablemente se plantea una vez más la cuestión aquella… O, finalmente, que puchas que es rica la cuestión.
En verdad, no hay excusas. La cuestión se utiliza en Chile con verdadero despotismo. Insisto en que se hace más por pobreza del lenguaje que por otra causa, y lo más lamentable es que es terriblemente contagiosa, sobre todo debido a la propia comodidad o flojedad de aquel que porfía con la cuestión. De hecho, es cuestión de desconcentrarse un poco, y ¡ya! (¿ve usted?)… En otra oportunidad intentaremos referirnos a una cuestión distinta, diversa, más trascendente, menos susceptible de cuestionamientos. Sólo es cuestión de voluntad y de tiempo.