Los Zancudos


Por Antonio Álvarez Bürger

Como si nos sobraran los glóbulos rojos, de un tiempo a esta parte han estado reapareciendo por aquí y por allá enormes zancudos que no cejan en la obstinada idea de extraernos sangre de las zonas más desnudas y vulnerables del cuerpo. Sabemos que proceden de sectores bien específicos de los lugares donde existen humedales al por mayor, y de las márgenes del río Biobío, y que es preferentemente al caer la noche cuando –en verdadera procesión– peregrinan hacia las áreas urbanas en nuestra búsqueda hasta encontrarnos. Como suele decir un amigo mío, les encanta jugar con nosotros al «corre que te pilla».

 Por cierto, los molestos insectos que no han desayunado tienen un vuelo más ligero, y por ende son los más difíciles de cazar. Entonces, nosotros –ya expertos en las técnicas del exterminio– los aguardamos con un pequeño vaso colmado de sangre de pescado, ave o vacuno, para que beban allí hasta saciarse y entonces, recién entonces, les damos «el bajo» con lo que tengamos a mano, en castigo por su gula.

Claro que las prácticas del periódico enrollado o del zapatazo como que no surten ya el mismo efecto de antes, aunque esta vez tengamos al frente a «chupasangres» de mayor peso y menor movilidad. Esto porque, como los delincuentes, el zancudo también se ha especializado en nuevas y sofisticadas técnicas de ataque, evasión y escape. Desde el último asalto de los ratones de cola larga que no veíamos en la zona una ofensiva de bichos tan cargantes, y ello nos ha obligado a clamar por ayuda para que se adopten las medidas del caso. Antes, cuando estos atacaban lo hacían en grupos de dos o tres. Ahora arremeten de ocho o diez en fondo, embistiendo generalmente por los flancos, clavando los aguijones en forma simultánea, sorpresiva, y creando de esta manera confusión en nuestras líneas (principalmente brazos, rostro, piernas, cuello y espalda). Así las cosas, no hay más alternativa que iniciar la batalla final portando el estandarte de la «fumigación», y atacar y atacar hasta que los malditos moscozuelos toque a retirada. 

Han de saber ustedes, los que no viven en las «zonas de peligro», específicamente en las cercanías de algún río, humedal o pantano, que no es nada de agradable pasarse la noche entera rascándose, sin poder dormir, con un bicho que les zumba constantemente en la oreja (de cualquiera de los dos lados), y que –con la panza ahíta de sangre– los amenaza con que al menor descuido les puede inyectar un virus desconocido. Es verdad que el insecto puede caer con un solo aplauso, pero ¿para qué ensuciarse las manos con sangre por tan vil causa? Además que, después de todo, nuestros zancudos no son tan, tan despreciables. Los que sí son «taxis», por ejemplo, de virus letales como la fiebre amarilla, la malaria o el dengue, son los parientes que éstos poseen en Brasil, Costa Rica, Honduras y otras naciones de climas más cálidos que el nuestro. Allí sí que el asunto es grave. 

Al menos nuestras condiciones ambientales no permiten la reproducción indiscriminada de zancudos que propagan tan agudos males. En consecuencia, ¿para que tanta bulla (digo yo), si los nuestros, nuestros estimados y bien ponderados zancudos o mosquitos de la familia de los dípteros nematóceros –aparte de causarnos uno que otro escozor– son bastante más considerados que sus consanguíneos brasileños, colombianos o de la América Central? Otro gallo nos cantaría si estos «chupacabras» se dedicaran a la importación del dengue y otros males similares. Ahí sí que tendríamos motivos para estar efectivamente preocupados, ¿verdad?