
Por Antonio Álvarez Burger
Lo seguí con la mirada. Iba y venía zigzagueando una y otra vez. Lo hacía hasta llegar a un punto donde se detenía para volver con premura al lugar de donde había partido. Diría que el pequeño insecto caminaba sin un rumbo determinado, pues cruzaba las losetas del piso de la cocina con cierto agobio y como si estuviera experimentando una embestida de vértigo. En un momento se me perdió entre las oscuras sombras que proyectaba el mueble contiguo a la nevera. No sé qué buscaba o qué quería. Daba vueltas y vueltas, impasible. Luego giraba el cuerpo como trompo o perinola, para luego reiniciar la marcha hacia cualquier lado. Perdido en la vasta albura de las baldosas del suelo, no cesaba aquel absurdo peregrinaje.
Habiendo transcurrido cerca de una hora, se detuvo por un instante. Parecía cansado de caminar, porque sus extremidades de reducida largura se flexionaban. Entonces, finalmente se quedó dormido. Continué observándolo hasta que tuve la certeza de que, habiendo ya caído la noche, no volvería a desplazarse sobre las níveas losas. «Mañana lo despertaré», me dije. «Creo que me he cansado como él y me iré a dormir. Ojalá nadie de la casa lo pise. Es un tierno animalito…».
Me dormí pensando en aquella invertebrada creatura solitaria. ¿Estaría perdida? ¿Buscaba acaso algo de comida en la casa? Curiosamente, me desperté preocupado a las cuatro de la madrugada (¿Preocupado por un simple insecto?) y fui a la cocina donde guardaba unas hojas de eucalipto. Le dejé una en algún lugar de su recorrido, a ver si al día siguiente la encontraba mordida por el minúsculo insecto. Había jurado que nunca le quitaría la vida a un ser viviente, y menos a uno de tan frágil complexión como la de aquel bichito. No me imaginaba tener que padecer semejante día un estado de congoja, aunque se tratara de un insignificante animalito.
No obstante, habría de acontecer luego lo impensado: no lo hallaba por ninguna parte. Parecía haberse desvanecido. No estaba ni cerca ni bajo la nevera o la cocinilla. Repasé todo el trayecto que le viera cubrir entonces, hasta que él finalmente se quedara quieto. Sentí pena. ¿Sería esa noche devorado por una araña, un mosco u otro díptero? Rendido, me devolví al dormitorio. Desperté por la mañana, impelido por los fuertes ladridos de unos perros callejeros. Quise alcanzar mi reloj, que descansaba sobre el velador. Extendí el brazo y toqué con mi mano la hoja de una planta. Era la hoja de eucalipto…, y a simple vista había sido mordida.
Me senté en la cama y la recogí. Bajo ella se hallaba el pequeño insecto. Estaba muerto. Derramé unas cuantas lágrimas por él aquella mañana. Tarde supe que, como el eucalipto, hay plantas medicinales con partes potencialmente tóxicas. El aceite esencial del eucalipto, en dosis altas, resulta a veces letal. Mi diminuto amigo logró satisfacer el hambre, pero el consumo excesivo para su vulnerable naturaleza le había costado la vida. Nunca he dejado de preguntarme por qué y cómo llegó con la hoja a mi velador…, por qué razón haber hecho tan largo recorrido para irse a morir a mi lado.

