Por Antonio Álvarez Bürger
Es extraño, pero todo el mundo abomina de ella y, sin embargo, su práctica raya casi en lo religioso. Incluso con tecnología de punta de por medio, los burócratas se las han ingeniado para afiliar también a las máquinas a su selecto círculo dilatador.
La burocracia, reconocida como «la plaga de los estados modernos», no representa más que la influencia desmedida o excesiva de una buena parte de los empleados públicos en los gobiernos y, ahora también, en el aparato privado. Esta tendencia a una exagerada influencia de las determinaciones administrativas, cuando se trata de solucionar y no de embrollar los asuntos, ha conducido (desde que el hombre se creyó el cuento de que la vida de los demás hay que convertirla en un infierno) a la exasperación más violenta, a la impotencia más desencadenante de los males psicológicos que sufre hoy por hoy el ciudadano común.
Uno de mis familiares más cercanos llevaba ya más de una semana viajando de aquí para allá y de allá para acá, hacia el servicio público donde acudiera precisamente para que le solucionaran un problema de la índole que hablamos. Le conté 17 documentos que se le habían exigido: cuatro veces se los encontraron incompletos o con errores de timbraje y firma. A lo anterior tuvo que agregar, para ser atendido como corresponde, con expedición, una mansedumbre absurda e indigna. Cómo sería de importante su encuentro con esta descarnada burocracia, que cuando le volví a ver (resuelto ya su «contratiempo») estaba exultante, brincaba de alegría como un saltimbanqui. Era como si se hubiera liberado de un virus terrible, incurable. Como dijera por ahí un siútico, no cabía en sí de gozo.
Este dilema de la burocracia es espantoso. Si llega a ser jocoserio cuando el policía pide al automovilista en la carretera los documentos, junto a algunos artefactos y deberes adicionales como el extintor, el chaleco reflectante y el grabado de la patente del vehículo en los vidrios. Capaz que a poco andar nos obliguen a conducir con chaleco antibalas, por esto de la delincuencia desatada, digo yo. Sobre este tópico de los controles de rigor en la ruta –por supuesto que sólo para el anecdotario–, recuerdo que en cierta ocasión se me pasó «un santito» de la primera comunión de mi hijo, entre la maraña de papeles que tuve que mostrar. Afortunadamente el carabinero era católico, pues sacó de la billetera una fotografía donde aparecía él en la ceremonia de bautizo del suyo junto a su mujer, los padrinos y el cura de la parroquia. Me felicitó, lo felicité, nos estrechamos las manos y nos deseamos mutuamente la mejor de las suertes, por cierto, en el nombre de Dios…
Pero, volviendo al asunto de la burocracia, mejor ni hablar de cuando se aspira a obtener un crédito bancario. O cuando se tramita el ingreso a una Isapre o a una Afp. O para hacer inicio de actividades en Impuestos Internos. O cuando hay que recurrir a los tribunales para echar al arrendatario que lleva dos años sin pagar la renta. En fin ¿Qué sucedería en este país si a alguien se le ocurre un día que la burocracia no va más, y que «la papelería» se reduce a uno o dos certificados en vez de los 17 que le pidieron a mi pariente? Muy probablemente se lo responsabilizaría de la desocupación (ergo, cesantía) de miles de personas.
A decir verdad, la burocracia alimenta infinidades de estómagos, pero la ira que desata en tantos la tramitación burda (despiadada, en especial con los más débiles), nos hace pensar que tendría que enfrentarse con una decisión mayor. Burocratizar es aumentar desmedidamente los poderes de los servicios administrativos del Estado, dándoles casi una gestión autónoma. El camino, en consecuencia, es a la inversa. Hay que desandar, pero previo a ello, reflexionar y luego adoptar decisiones reales, bastante más racionales… Como suelen exclamar nuestros campesinos: «¡Hay que recular, patrón!».