* 23.15 hrs.: en una calle de Concepción (año 2016).
“Madre, fui a la fiesta y, como tú me lo pediste, no bebí ni una sola gota de alcohol. Te hice caso en todo momento, y créeme que mientras conversaba con mis amigas me sentía orgullosa porque, mientras ellas ingerían licor, yo me negué en todo momento a hacerlo. En el portamaletas del auto está el pesebre que me encargaste para la casa. Es muy bonito. Todavía no es medianoche, así que lo podrás poner a tiempo a los pies del arbolito de Navidad.
“Yo sé que hice lo correcto, porque tú tienes siempre la razón. Por eso, cuando me subí al auto para regresar a casa me sentí segura.
Sólo que otro vehículo me chocó. Fue horrible. Ahora me tienen aquí en la calle, recostada. Le escuché a un carabinero decir que el otro conductor estaba ebrio, y parece que me estoy muriendo…
“¡Mamita, ven pronto por favor! Tengo tanto miedo. Hay sangre por todos lados. ¿Cómo pudo pasarme esto a mí? Te juro que yo no bebí alcohol. Te hice caso en todo lo que me dijiste. Acabo de oír a un médico que se acercó a mí, que me voy a morir. Imagínate, mamá, él bebió y la que se va a morir soy yo. ¿No es injusto, mamita? ¿Por qué las personas tienen que beber si saben que van a
conducir?
“Tengo un dolor que me punza mucho… Dile a mi hermano que no llore, por favor. A mi papito dile que sea valiente y que me voy a ir al cielo porque siempre te hice caso ¿ves?… Pero, alguien debió
decirle a ese hombre que no bebiera si tenía que manejar. ¿Qué culpa tengo yo, mamita? Si sólo alguien se lo hubiera dicho, yo estaría contigo en la casa, con la tía Jimena, con el papito, con todos… Me cuesta tanto respirar, mamita. Estoy asustada. Tengo un nudo en la garganta. Por favor, no llores por mí. Cuando me necesites, siempre, siempre voy
a estar allí para consolarte y para ayudarte.“¿Pero, por qué debo morir yo, mamita?. Yo manejaba con mucho cuidado. Él fue quien iba a tanta velocidad y conducía tan despreocupadamente…”.
Han transcurrido ocho años desde aquella tragedia. La madre, doña Raquel, no pudo comunicarse con su hija. Cuando llegó al hospital, a la medianoche -a la hora en que el Hijo de Dios nacía en un
humilde pesebre de Belén-, la joven abandonaba dramáticamente este mundo. Doña Raquel imaginó más o menos así la muda y postrera despedida de su hija, y volcó este monólogo en un papel,
ahora un tanto amarillento, rugoso y gastado por el tiempo, pero celosamente guardado entre sus pertenencias más íntimas y queridas.
¿Será posible sustraerse a estas tristes realidades, en que muchos que circulan por nuestras calles y caminos lo hacen con tamaña insensatez e irrespeto por la vida de los demás? Sin duda, es ésta una
causal que se repite año a año, de manera inmisericorde. Y es también la prisa, esa carrera por llegar a cualquier parte sin saber por qué se hace.
El mundo está loco, definitivamente loco. Se sesga una vida hoy, y mañana ya no le importa a nadie.
Va a llegar un día en que la Navidad, la verdadera Navidad, sea sólo un recuerdo. Cada vez consumimos más; más que lo que compartimos, más que lo que respetamos a nuestros semejantes. Y, sobre todo en estas fiestas, se nos olvida que el dichoso regalo es apenas un símbolo, por costoso, útil o interesante que sea. El símbolo es un objeto que tiene una significación convencional, es
decir, que se ha establecido en virtud de la costumbre, del hábito, de un hábito bastante dudoso.
El consumo se ha vuelto un hábito, y es lo que desgraciadamente nos está dominando. ¿Podremos neutralizar esto, que es sólo una parodia del afecto? ¿No será mejor compartir abrazos, historias
comunes, recuerdos, alegrías y cariño verdadero, como el de esa madre castigada un día por el infortunio, pero que sin la más mínima pizca de egoísmo quiso que esta triste historia de su hija se
conociera?
Aquella carta personal la lee todos los 24 de diciembre, a la medianoche. Luego la guarda en el pesebre, para volver a abrirla al año siguiente, a la misma hora siempre.