En tiempos en que lo sorprendente ya no sorprende –mientras me encontraba tomando un café en el Cantabria–, apareció mi buen amigo Petete, quien me espetó: ¡Murió el Pelusa! y derramó en palabras su tristeza: Resulta -dijo- que cuando el Pelusa era un perro cachorrito, nadie quiso comprarlo. Había movido infructuosamente su colita tratando de caerle simpático a alguien, pero fue desdeñado, a pesar que era el más bonito de la camada, y su mamá lo amaba y lamía más que a los otros.
Gemía lastimeramente pidiendo que alguien lo quisiera. Quedó solo en el mundo. En su primer doloroso encuentro con el hambre, encaminó temblequemente sus patitas peludas hacia la amenazante calle. Se acercó tímidamente a un sujeto, quien movía su jarrito para limosnas frente al paso indiferente de los peatones. El hombre -con sus manos temblorosas por el abuso del alcohol- acarició su lomo diciéndole; ¿tampoco lo quisieron guachito? Lo tomó en sus brazos, y caminó hasta un boliche cercano en donde gastó las escasas monedas conseguidas en comprarle algo de comer. Y así fue como el Pelusita -sin haber conseguido un amo- había encontrado un amigo fraternal.
En medio de su embriaguez, el desamparado le compartía como fue que la mujer que amaba lo había despreciado y que -por esa causa- se había abandonado a la bebida; ¡por eso tomo p’uh! ¡Porque no me quisieron p’uh! y le entregaba todo el cariño que era capaz de expresar, rascándole detrás de las orejas. Él devolvía las caricias meneando su rabito. También lamía las heridas que su amigo se provocaba cuando la ebriedad lo estrellaba contra el suelo. En otras, cuando el “curaíto” no se quería levantar de entre los cartones en que dormían, él lo tironeaba para impulsarlo a vivir el día. Mendigaban juntos el sustento diario.
El Pelusita parecía comprender la intensidad del sufrimiento de su amigo, acompañándolo con devoción, o mirándole con la dulzura que la tristeza propia ya había impreso en sus ojos. A los pocos meses consiguió estatura y fuerzas gracias a la generosidad de su zaparrastroso amigo, con quien compartía la comida que conseguían.
Una noche, otros vagabundos se acercaron a su compañero para quitarle las monedas de la limosna. Él advirtió la amenaza, y se lanzó fiero en su defensa. Los sujetos huyeron, pero le dejaron rengo al fracturarle el hueso de uno de sus muslos. Los recorridos se hicieron breves. El borrachito caminaba -claudicante- afirmándose en las paredes, y él lo seguía saltando en tres patas. Pocos días después, un camión embistió al mendigo.
El Pelusa corrió desesperado tras el vehículo de la sirena estridente que llevaba a su amigo, hasta llegar a un edificio en que escondieron al lesionado. La imprevista carrera le estaba produciendo inflamación y dolor en la pata fracturada. A rastras -haciéndose invisible- su olfato le permitió llegar hasta una habitación, en el momento en que un sujeto estiraba la sábana… para cubrir el rostro inerte de su camarada en la vida. Sin ni siquiera gemir, rengueando y lamiendo su patita, siguió al rechinante rodar del carro en el que llevaban a quien lo había querido.
Al amanecer del siguiente día, unos hombres cargaron el cajón de madera en que yacía el despreciado mendicante. En torturadora carrera, les siguió hasta un lugar en que sepultaron la caja y procedieron a taparla con tierra. Suspiró… y cuando estos se marcharon se recostó sobre el montículo de tierra dejado sobre la fosa, decidido a no volver a levantarse mientras su camarada no regresara. Nadie más lo había querido. La caída de unas gotas de lluvia calmaba en algo la fiebre que lo consumía y, mientras la muerte lo abrazaba en su negro regazo, un pensamiento consoló su agonía hasta el último suspiro; él tenía un pelaje de color diferente a los demás, y su mamá lo quería y lamía más que a los otros.
Y el Petete se marchó enjugándose una lágrima.
* Por Jorge Retamal Villegas
De mi libro “Cuentos de Cantina”
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