Espíritu y Soma

Por Fernando Rocha Pavés

Un equipo de científicos ha descubierto en Indonesia expresiones de arte rupestre de más de 51 mil años de antigüedad, sobrepasando en miles de años otras representaciones pictóricas como las de las cuevas de Altamira en España, de la cueva de Lascaux en Francia; o el bajorelieve Venus de Laussel también en Francia y la llamada Venus de Willendorf, en Austria. Todas ellas datadas en la era paleolítica, esto es,
antes del surgimiento del Australopithecus.

Más allá del indudable interés artístico, arqueológico y sociológico que estos descubrimientos representan y considerando que las técnicas de la agricultura surgen varios miles de años después de estas expresiones de arte rupestre, surge una ineluctable interrogante: ¿Por qué el ser humano plasmó en las rocosas paredes de los karsts indonesios en las que se refugiaba transitoriamente en su nómade peregrinar, las manifestaciones de su espíritu muchísimo antes que su entramado sináptico le encaminara por las técnicas que gratificaran los requerimientos de su estructura somática?

Quizás no sea aventurado suponer que este humano del período petroso cavilara sobre la única eventual certeza de la cual puede el ser humano disponer en toda su evolución, imposible de retrucar y que se
extiende desde su aparición en este mundo hasta el día de hoy: la radical e irremediable finitud de la existencia humana. Que así como un buen día ingresamos a este mundo, un buen día –o un mal día, para ser justos- lo abandonaremos definitivamente. Para quienes crean que después de la muerte hay otra vida, será todo lo “vida” que se quiera, pero será otra.

Ésta, en algún momento, se terminará total y definitivamente. Y tal vez el sistema límbico de este ser humano que comenzaba a ser arropado con los engramas que irán conformando la corteza cerebral le señalara que la única forma de superar la certeza de su finitud sería perdurar con manifestaciones del espíritu… como las contenidas en esos insólitos trazos rupestres.