¿Cómo entender desde Chile lo que significa habitar una ciudad destruida por la guerra, si nuestro único referente es la destrucción de Valparaíso por parte de buques españoles en 1866? No conocemos el estruendo de un ataque aéreo, la destrucción deliberada de escuelas, hospitales y viviendas. Cuando hoy vemos imágenes de Gaza, Mariupol o Járkov, lo hacemos desde una distancia histórica, política y material. Las observamos con horror, a veces con impotencia, pero también con una indiferencia que asusta.
Aunque no tenemos experiencia bélica, sí conocemos el colapso generalizado. Nuestros terremotos han desfondado ciudades, interrumpido vidas y suspendido el orden cotidiano. Después del 27F, caminar por Talca o Constitución era recorrer una ciudad desdibujada: fachadas abiertas, muros caídos, calles bloqueadas por escombros, electrodomésticos y colchones amontonados en las veredas, todo cubierto de una gruesa capa de polvo. La guerra, como el terremoto, arrasa violentamente con esa capa que sostiene la vida diaria. Sabemos lo que significa que la arquitectura cotidiana pierda su promesa de estabilidad, que lo que debía proteger se vuelva amenaza. Sabemos qué se siente dormir vestidos, con una linterna junto a la almohada. Salir a la calle sin saber si se puede volver. Cruzar miradas con desconocidos con los que nunca antes se habló, sólo porque ahora hay que organizarse, compartir, tal vez defender. Sabemos cómo se interrumpe el tiempo, cómo se desorienta el cuerpo, cómo la vida se vuelve provisional.
Sin embargo, aunque existan todos estos paralelos, la diferencia sigue siendo abismante. El terremoto es presente, pero sobre todo pasado. Aunque la incertidumbre inicial es total y la posibilidad de la muerte es una experiencia compartida, el movimiento se detiene y pese a las pérdidas, lo que sigue es conocido: volver a hacer sentido del espacio, recuperar rutinas y, tarde o temprano, volver a construir. La guerra, en cambio, persiste en la incertidumbre. No hay horizonte. No hay normalidad que se asome en el futuro cercano. Es como si las réplicas no cesaran ni disminuyeran en intensidad. Como un terremoto sin esperanza.
Aunque posiblemente no logremos entender desde acá lo que significa vivir en guerra, hay fragmentos de las experiencias vividas, de nuestra memoria telúrica, que pueden funcionar como una grieta —mínima, parcial— para mirar más allá. La experiencia de la destrucción tras el terremoto ofrece una clave sensorial para leer y hacer algo de sentido de lo que está ocurriendo hoy al otro lado del mundo. Esa interrupción del cotidiano —esa fractura en lo que parecía firme— es quizás lo más cercano que tenemos para sostener el asombro y no anestesiarnos frente a la catástrofe de la que hoy somos espectadores.
Los actores, cuando deben representar un dolor que no han vivido, acuden a su memoria afectiva: buscan en su cuerpo una experiencia semejante, algo que les permita habitar, por un momento, lo que no les pertenece. Tal vez ese sea también un camino para nosotros. No para actuar, sino para mirar y escuchar con la atención necesaria. Para recordar cómo se siente perder el control del entorno. Para no naturalizar lo que ocurre en otras geografías como si no tuviera nada que ver con nuestras vidas. No sabemos cómo se vive una guerra, pero sí sabemos algo sobre el miedo súbito, la fragilidad de lo firme, la sensación de que el mundo se quiebra sin aviso. Quizás sea desde ahí, desde esa cercanía imprecisa, que podemos mirar sin acostumbrarnos.
* Tomás Errázuriz, académico del Campus Creativo de la Universidad Andrés Bello