La Amenaza del Nihilismo de las Superpotencias

El liberalismo filosófico —esa poderosa corriente que colocó la razón, al individuo y el derecho en el centro de la organización política de Occidente— encontró en el orden internacional de posguerra su expresión más ambiciosa: un mundo regido por reglas comunes, tratados multilaterales, organismos internacionales y una economía abierta, todo ello inspirado en el principio de interdependencia pacífica. Sin embargo, lo que fue durante décadas el andamiaje del progreso y la paz global está hoy seriamente erosionado.

Vivimos una era donde, como advertía Alvin Toffler, “los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer y escribir, sino aquellos que no puedan aprender, desaprender y reaprender”. Esta incapacidad para «reaprender» el valor de la cooperación, la diplomacia y el multilateralismo amenaza con devolvernos a un sistema de poder bruto, arbitrario y cínico, donde impera el nihilismo geopolítico, una fuerza corrosiva que despoja a la política internacional de todo horizonte ético. Los síntomas del declive del orden liberal son evidentes. La guerra comercial entre Estados Unidos y China, lejos de ser una disputa puntual, encarna una lógica proteccionista incompatible con el espíritu liberal. La imposición unilateral de aranceles por parte de EE. UU. constituye no solo una agresión económica, sino una deslegitimación del marco institucional de la OMC. Del mismo modo, la inobservancia creciente de tratados internacionales —desde los compromisos medioambientales hasta los pactos de no proliferación— sugiere que los acuerdos dejan de ser vínculos jurídicos para convertirse en piezas intercambiables según la conveniencia del momento.

No menos preocupante es el vaciamiento ideológico de las grandes potencias. Por un lado, asistimos a la captura ideológica de la política exterior por parte de proyectos mesiánicos o nacionalismos retrógrados que ven en el otro una amenaza existencial. Por otro, emerge un nihilismo estratégico que desprecia cualquier forma de contención institucional. En ambos casos, la institucionalidad internacional es víctima colateral de agendas domésticas cortoplacistas. El orden internacional liberal —si bien nunca fue perfecto— contenía una aspiración ética: la de reemplazar la ley del más fuerte por la fuerza de la ley. Esa aspiración, hija del racionalismo ilustrado, es lo que está en juego. Como bien apuntó Lucía Santa Cruz, “el orden político liberal no es natural ni inevitable: es una conquista civilizatoria que puede perderse en cualquier momento”. Y esa pérdida puede ser súbita, como en los días previos a las grandes guerras del siglo XX, cuando los acuerdos fueron sustituidos por ultimátums y las instituciones por ejércitos.

Hoy más que nunca es necesario reivindicar la tradición liberal no como un dogma económico, sino como un proyecto ético-político de convivencia global. El pensamiento de Alvin Toffler nos interpela nuevamente: “El futuro llega demasiado rápido y en el orden equivocado”. Tal vez lo que nos falta no es solo más crecimiento ni únicamente más tecnología, sino también más filosofía y una política ilustrada que sea capaz de orientar esos avances hacia un horizonte común de dignidad, justicia y paz. No se trata de oponer el desarrollo material al pensamiento crítico, sino de integrarlos en una visión renovada del progreso humano. En ese marco, la cooperación internacional debe sustentarse en marcos regulatorios que igualen las reglas de producción bajo criterios de triple impacto —económico, social y ambiental—, y que estén acompañados de procesos serios de desburocratización para hacer del multilateralismo un instrumento eficaz y legítimo.

Para países como Chile, el desafío es doble. En primer lugar, diversificar y ampliar su intercambio económico, no sólo en términos de productos sino también de socios, evitando dependencias asimétricas. En segundo, avanzar hacia mayores niveles de autonomía e independencia en materias estratégicas como infraestructura crítica, energía o tecnologías sensibles, para reducir la vulnerabilidad ante las tensiones entre superpotencias. Y en tercer lugar, cuidar y fortalecer una institucionalidad multilateral robusta, que garantice la observancia del derecho internacional y los tratados en forma lo más justa e igualitaria posible. Esto exige resistir cualquier tentación de captura política de esas instituciones, que deben recuperar la dignidad y prestancia necesarias para promover la paz, la democracia y los derechos fundamentales en todo momento y lugar, constituyéndose en un factor de colaboración para mejorar efectivamente la vida de las personas en cada rincón del planeta.

Frente al caos, no basta con resistir: hay que reconstruir. Y esa reconstrucción exige liderazgos lúcidos, reformas profundas y un renovado compromiso con la civilidad internacional. Lo contrario es el abismo.

* Augusto Parra Ahumada, presidente de la Fundación República en Marcha