Cuando Vicente Huidobro en su magnífica obra Altazor, Canto II, expresa en uno de sus versos “Mujer el mundo está amueblado por tus ojos…” o “Nada se compara a esa leyenda de semillas que deja tu presencia…” puede resonar en nuestra mente y espíritu de variadas maneras, más allá del análisis literario que podamos hacer y dependerá naturalmente de la comunión que podamos lograr con esos versos inolvidables. Ahora, lo que parece no tener objeción es el valor que entrañan esas palabras, su sentido y denotación que puede acrecentarse hasta el infinito. Esta verdad salida de la creación de su autor tiene un valor de suyo y por cierto una valoración para quien la recrea. Y ¿Por qué varía tanto la mirada que puede ir desde una indiferencia fría hasta el deslumbramiento total? Tiene que ver con la valoración que le damos a esos versos y las causas pueden ser múltiples, desde la sensibilidad, la comprensión, hasta razones que van más allá del mero texto. Y entonces podemos adentrarnos más profundamente en el significado de los dos conceptos para ver su íntima relación de identificación y diferencias.
El valor es una cualidad de un objeto o de un sujeto, pero también los valores son el fundamento del orden y del equilibrio personal y social y, en esta perspectiva valor es toda perfección real o posible que procede de la naturaleza (esencia) y que se apoya tanto en el ser como en la razón de ser de lo que es real, entendida ésta como lo que da sentido a la realidad, nada hay al acaso, todo tiene una misión o un sentido. Los valores no son procesos sino perfecciones naturales que pueden convertirse en principios y normas. En cambio, las valoraciones son procesos que dependen del modo como cada quien capta los valores.
Ahora bien, en el intrincado entramado humano no hay realidades absolutas, excepto la persona misma y sus cualidades esenciales; la persona humana es un fin en sí mismo como sostiene nuestra tradición cultural, es decir el valor de una persona es substantivo y lo son sus valores intrínsecos, como la dignidad humana, la libertad y, de modo eminente la libertad de espíritu, ese valor que permite conquistar gradualmente la propia autonomía, que posibilita el conocimiento de sí mismo como lo establecía la máxima socrática, que impele a la razón a tener conciencia de todas sus dimensiones entitativas; ese valor que opera como una suerte de epifanía y lleva a descubrir aquello que los místicos medievales llamaban la supra- conciencia y que tiene por finalidad cultivar con excelencia, aquello que nos identifica y define como seres humanos. Xavier Zubiri denomina inteligencia sentiente a aquella luz que guía nuestro obrar, ese ethos que privilegia el bien de nuestros semejantes y que el cristianismo consagró como un mandato. ¿Y por qué adquiere mayor sentido el tema hoy? Veamos.
Vivimos una realidad a nivel nacional donde valores que conformaban la base natural de convivencia entre todos los chilenos, se han desperfilado de tal modo que parecen inexistentes, de allí que se exija a las autoridades de todos los poderes del Estado, de manera urgente y perentoria, recuperarlos, porque de otra manera la vida en comunidad se hace insostenible y la erosión de la cultura que hemos compartido por siglos se horada a límites de involución primordiales, puesto que se conculcan y transgreden los derechos más básicos y elementales del ser humano. El valor de la vida humana hoy en nuestro país nadie lo tiene asegurado, a excepción de la élite de todos los ámbitos y pelajes. Es muy difícil que los “príncipes” ya sea del mundo eclesiástico, político (en especial el ejecutivo), económico o judicial, pasen zozobras en cuanto a su seguridad vital como le acontece a la mujer y al hombre que madruga y recorre kilómetros para llegar a su lugar de trabajo; sólo se tiene la certeza que abandonan sus hogares, pero no que volverán sanos y salvos.
Y qué decir de niños y adolescentes que han visto completamente vulnerada su libertad de desplazamiento por calles, avenidas y parques y, eso significa lisa y llanamente mutilar su propia condición de infante o joven. Entonces el valor de la seguridad se eleva a niveles inusitados en cuanto a su valoración porque es un bien muy escaso. Similar a lo que acontece con el valor del respeto, regla de oro de la convivencia de comunidades civilizadas y cultas. Este valor, piedra angular de nuestra cultura, cada día requiere más explicitación y resguardo porque constantemente se traspasan los límites y se tocan extremos con ribetes de tragedia griega porque se hace de la muerte un rito fatal y directamente se asesina a inocentes. Y es tragedia porque además de la muerte violenta se deja en la estacada y en el dolor a miembros de una familia, de un barrio, de un vecindario y a toda una comunidad. Entonces valores que teníamos conquistados y que constituían un haber diario se elevan exponencialmente a una valoración dramática porque se hace tabla rasa de su observancia.
El influjo de inmigrantes ilegales pareciera tener relación con la alta incidencia en su ocurrencia, responsabilidad de las autoridades del Estado que con su buenismo ramplón han socavado el estado de derecho que se fundamenta básicamente en el respeto a las leyes y a la Constitución; pero además denota un desconocimiento profundo y dramático de la condición humana; esa precariedad cognitiva acerca de lo que somos y su desarrollo histórico es lamentable en cualquier persona, pero es trágica, por sus consecuencias, en quienes conducen a una comunidad y sobre todo a quienes dirigen los poderes del Estado. El ser humano posee un espíritu capaz de construir grandeza, pero también de provocar miserias y es la realidad de la naturaleza humana, de allí la necesidad de normas, leyes y una Constitución y, por sobre todo, una educación fundada en valores que propendan a una conducta ética de las personas, de manera individual y social.
Una sociedad se desarrolla realmente a la altura de lo que es el ser humano si su finalidad cotidiana es la práctica de virtudes mayores como la honestidad, la lealtad, la amistad, la prudencia, la justicia, la responsabilidad y el amor. Hemos vivido un decenio de decadencia como país que cual máquina del tiempo nos ha llevado a los años 70 con su precariedad y subdesarrollo y es que se ha atacado conscientemente el corazón de nuestra vida en sociedad, su educación, realidad que posibilita un estilo de vida donde los valores fundamentales se observan y donde la dinámica y versatilidad por el cambio permite un auténtico desarrollo para todos. Esta decadencia se acentuó con el estallido de octubre del 2019 a niveles infrahumanos pues se ha subvertido -literalmente- la normalidad y se mantiene a duras penas el orden y la seguridad; se abrió una caja de pandora de la mediocridad. Ha campeado el crimen, el feísmo, el individualismo y en la mayoría de las grandes ciudades, las personas decentes y trabajadoras tienen que enrejarse y los criminales se adueñan de calles y barrios y caminan libres y con desparpajo, a su entera voluntad.
Nos conduce una clase dominante bárbara y semianalfabeta. O si se prefiere, dirige el país una élite ebria de poder y carente de épica y espíritu; se confunde medios con fin, bien privado con bien común; se eleva la parte por sobre el todo. La paradoja es que todos los grupos de cualquier índole se tocan: ora liberal o socialista; ora anarquista o buenista. Por eso, en la actualidad, dos conceptos claros y distintos, como son el valor y la valoración, parecen confundirse y ocurre simplemente porque el 90% de los chilenos vivimos tiempos primordiales de sobrevivencia, y por eso la valoración de elementos como la seguridad sea de tan alta estimación. Ahora bien, al igual que en la caja de Pandora, permanece la esperanza, esperanza que se viste de belleza. La belleza está en el arte, en las humanidades, en las ciencias, en las matemáticas, en la poesía, en la religión y por sobre todo en el ser humano y su espíritu (que en el canon de la fe es imagen y semejanza de Dios), y la belleza mayor se crea y recrea en el corazón, en la mente y en el alma del ser humano, por eso es tan decisiva la educación y los maestros, verdaderos creadores de belleza. La belleza es redentora, por eso mientras existan versos como los de Huidobro habrá esperanza para el país, o esa bella dedicatoria que hace el escritor penquista Antonio Álvarez Bürger en uno de sus libros: “A mis padres, viajeros de la ausencia”.
* Salvador Lanas, académico y escritor