Dicen que algunos fuman, otros se embriagan, algunos se drogan, otros se enamoran, o sea, que cada quien se destruye a su manera. Traigo esto a cuenta porque -en tiempos idos y lejanos- mientras me encontraba cavilando, sentado en un banco de la Plaza de Armas, se acercó un muy imbécil preguntándome: ¿Y… cómo está la Feñita? Observando mi rostro, trató de arreglarla; “es que hace tiempo que no te veo con ella”, dijo con cara de parlamentariosinvoluntadpolítica.
La Feñita había sido mi gran amor… durante corto tiempo. Mujer espectacular. ¡Uff! Cuando esa astilla alcanzaba condición de brasa, ostentaba toda su impiedad corpórea hasta sacarle virutas al maderamen de mi viejo catre, en medio de rechinantes quejidos metálicos provenientes de la despiadada elongación de los resortes semi vencidos del camastro. Nos juntábamos en mi casa cualquier día… y no salíamos sino hasta el atardecer del siguiente. A poco andar del romance, comenzó con una curiosa cantinela femenina; “que no podía ausentarse a media semana por lo que pudiera pensar su madre… que no nos viéramos tan seguido porque tenía que estudiar… y etcétera… y más etcéteras».
Gato lleno sólo juega con el pajarito. No era mi caso. Siempre hambriento, dije amén a todo, limitando los placeres de la carne sólo a los fines de semana, y en peligro constante de caer enfermo por resfrío o gripe, ya que tenía que devolverla a su casa de madrugada para que su madre creyera que andaba en alguna fiesta, y no abusándome corporalmente hasta llegar a hablar en lenguas antiguas cuando le aplicaba “la cuncunita”. Hasta que llegó el momento fatal. Con su carita compungida por la angustia y los ojitos vidriosos de tanto contener las lágrimas, me dijo que tenía cerca de cuarenta días de “atraso”, y empezó el gimoteo: ¡Voy a perder la carreera… no puedo decirle esto a mi mamaáa… diosmíoquevamosahaceer!
Muy segura de sí… dijo que no… cuando le pregunté si quería tenerlo. Así es como conversamos lo sabido, y llegamos al acuerdo de contratar los servicios de un profesional para hacerle “remedio”. La búsqueda de dicho experto resonó como un tam-tam africano en el ambiente universitario. ¡Qué manera de haber datos al respecto! Hasta que ella me comunicó que había encontrado un especialista, quién -según me dijo- podía realizar el trabajo por la módica suma de quinientos mil pesos. Tuvimos problemas para reunir el dinero, pero acordamos que asumiríamos el costo a partes iguales ya que -como la Feñita afirmó, sin yo preguntarle- “esteesunproblemadelosdos”.
Por alguna extraña circunstancia ella no pudo reunir su mitad, por lo que tuve que reunir solito el total de la cuantiosa suma. ¡Quinientos mil pesos era requetemucha plata! Cierto es que escuché su promesa de reembolsarme la parte que le correspondía… promesa que salió de sus labios, sin que yo la hubiera requerido. ¡¡¡ Quinientas lucas por la miéchica!!! Así fue como, pasada la fecha fijada para la solucionática de la problemática, con cara de presidentefrei, intenté cobrarle la parte del dinero que -según su propia promesa- me debía. Pero ella no cumplió su promesa de reembolso. Se mantuvo firme en su discurso mujeril: “comoseteocurre… ¿que no te das cuenta portodoloquetuvequepasar?” Malogrado y endeudado, lo único que se me ocurrió, fue suspender toda relación con la Feñita.
Unos días después de esa decisión, la divisé paseando por un centro comercial. Lucía con sensual elegancia unos ajustados jeans… y una nueva chaqueta de finísimo cuero que -no quiero ser mal pensado- no podía haber costado menos de quinientos mil pesos.
Rumiaba ese detalle… fijé la vista en el imbécil de mi casual interlocutor… recosté parsimoniosamente mi espalda en el banco de la plaza, y respondí con resignación: “Es que anda haciendo unas platas… porque p’a las vacaciones… quiere viajar a la Laguna San Rafael». (Moraleja: Nada está oculto. Uno es el ciego.)
* Jorge Retamal Villegas
De mi libro “Cuentos de Cantina”
Cuentos de cantina@gmail.com