Cuando se va al Café sin compañía, suele ocurrir que mientras aparece algún contertulio, la entretención es escuchar conversaciones ajenas. El sábado pasado me ocurrió eso, al sentarme al lado de una mesa ocupada por mujeres. Como -a diferencia de los hombres- todas hablan simultáneamente, mis oídos se alimentaban sólo de frases sueltas:
¡Todos los hombres son iguales! dijo una con carita de desencanto. Mentalmente -y sólo mentalmente- me pregunté; si todos son iguales ¿p’a qué los prueban? Y una vez probados ¿p’a que eligen al más penca de los iguales? Seguro que al “menso” lo encontró ¡liiindo!
¡Pero conmigo éste no va a ser así! escuché decir a una que -al parecer- era reprochada por estar intentando reciclar al marido de otra, que no lo pudo sujetar. A su lado, la que lucía una blusa sensualmente desabotonada acotó: ¡El amor es ciego! y, de nuevo -mentalmente- metí mi cuchara; Si es ciego ¿p’a que gastan en lencería cara? Luego, escuché a una de las damas quien -al parecer- contaba la causa de su divorcio; “para que no anduviera mirando p’al lado le dije ¡pídeme lo que quieras! y el infeliz me respondió ¡déjame solo! así es que lo eché de la casa.”
Tales comentarios me trajeron al recuerdo de mi propio divorcio. En alguna discusión con la fémina, está rezongó ¡haz lo quieras!, lo que yo aproveché para irme a Europa sin decir ni ¡chao! como acto final de una puesta en escena que comenzó el día de la boda porque -si no lo sabe estimado lector- ese no es el día más feliz… es el último feliz… confirmando un fenómeno físico en que “para toda la vida” es un lapso que sólo dura unos meses. Y eso que en el Registro Civil hay un letrero que ningún hombre lee; “cásese ahora…pague después”. Para intentar tener sexo, debía acercarme a ella alzando una silla y moviendo un látigo porque -al igual que muchos- creí que el sexo era un buen motivo para casarse, lo que es igual que creer que ir al bar es sólo para embriagarse. En fin, como todo prisionero, se libera el que arranca.
Abandoné mis pensamientos al capturar al vuelo otra queja… “le dije que me sentía gorda, y el desgraciado me encontró la razón”, seguida del consuelo brindado por otra de las conciliarias; “a donde se va a encontrar a otra como tú, liiinda”.
Volví a mis reflexiones… A veces es así como llega el día del laxante matrimonial que es aquel cuando te dicen “quiero que hablemos”. No había hablado con ella desde el día antes del matrimonio… para no interrumpirla. Y ya había recorrido el camino que se inicia con un amor a gotas, hasta el día del ¡amor, agotas! Ni rociándola con agua bendita ya se puede cambiar.
En fin, dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, pero que esa no es la esposa. Esta podrá ser “de oro”, pero nada impulsa más a un “machucao” que una mujer “di-amante”. Claro que es una conducta peligrosa porque, si bien los hombres engañan más… las mujeres lo hacen mejor. Y cuando eso ocurre, ni se le antoje tirarse de un quinto piso, porque lo que le pusieron son cuernos… no alas. ¡P’tas el mediodía triste con tanta frustración! Ninguna de las mujeres obtuvo lo que esperaba. Cierto es que cada marido ni se esperaba lo que obtuvo.
Menos mal que mi mesa se había llenado, y había dado comienzo al pelambre sobre Monsalvez. Así es como pedí un café irlandés bien cargado para desentenderme de cuanto había escuchado, no sin antes recordar algo que escuché en otra parte; “la desventura asoma en el matrimonio cuando la pareja, el trabajo, el auto, la casa, e incluso los hijos… son medidas de éxito… y no de felicidad”.
* Jorge Retamal Villegas