Santo Remedio (saber pedir)

Mi columna anterior ha sido algo angustiosa y, pensando en que hacer -o que pedir-, vino a mi memoria una historia que-a cambio de copete- contaba mi amigo “boca seca”: Decía que en el año de la pera vivió en Talcahuano un sujeto que se llamaba Julio, a quien apodaban “Julitro”. Se contaba que, cuando llegaba al consumo de un litro de vino, parecía que un ser del inframundo se apoderaba de él, y hacía que agarrara a puñetes y patadas a toda persona, bicho o cosa que se le cruzara. Así es como, al llegar a una cantina y encontrarse con el tipo bebiendo, lo mejor era interrogar con la mirada al regente del bar para que este avisara cuantas cañas ya tenía en el cuerpo. Si mostraba tres dedos, era mejor largarse a otro abrevadero.

A su mujer la llamaban doña Santo, pero nadie conocía su nombre real. Todos los sábados, la pobre mujer, acurrucada en un rincón de la pieza que arrendaba en un conventillo que había en la calle Castellón…. tenía que contemplar como esa bestia conyugal, rompía las cosas que ella conseguía tener con su trabajo lavando ropas ajenas. El relato dice que un día, mientras la vieja echaba los lomos escobillando sobre una tabla las prendas que lavaba en alguna de las artesas comunitarias, llegó esa preciosura de marido a fastidiarla, lo que consiguió tirando todo su trabajo al suelo barroso. Con la mirada vacía, y el desencanto pintado en su rostro, afirman que la mujer agarró la tabla del lavado, la levantó en el aire, y exclamando a viva voz -porque la iñora era canuta- ¡en tu Nombre Señor Jesús! le dejó caer el madero, en todo lo que se llama cráneo.

Las demás mujeres del cité carcajeaban cuando alguna repetía la historia, que concluía con un ¡y santo remedio p’oh! Cierto es que nunca se supo si fue el tablazo, o la invocación divina, lo que hizo que el hombre cambiara su conducta. Desde ese día, ni chistaba cuando su cónyuge le indicaba algo; si le decía que se sentara, se sentaba… si le decía que comiera, comía… dormía y se despertaba cuando ella se lo indicaba. Los días sábado, cuando volvía del trabajo con la paga de la semana, doña Santito abría la mano y decía ¡la plata! la que él entregaba sin que faltara un peso. ¡Santo remedio p’oh! reían las viejas del conventillo. Lo curioso es que el Julitro murió cerca de un año después del día del tablazo. ¿Se lo habrá llevado el Señor? ¿O una fisura en el cráneo que no aguantó más?

Años después, en una reunión de evangélicos, se les ofreció la palabra a los mayores para que contaran alguna experiencia a los más jóvenes, que ayudara a estos a transitar por la vida. Doña Santo -ya viejita- se puso de pie y contó: “Cuando yo era jovencita y recién caminaba en el Señor, venía a la iglesia a mirar a un hermanito que se sentaba en la fila de los jóvenes. Me gustaba tanto, que se lo pedí al Señor como marido. El Señor escuchó mi pedido, y me lo dio como esposo. Desde entonces empezó mi calvario, hasta el día en que     -llena de ira- le aforré con una tabla de lavar. Reflexiono y pienso… yo no le pedí un buen marido a mi Señor… no… con toda mi fe, yo le pedí a “ESE” joven como esposo… así es que, como experiencia para los jóvenes, lo único que les puedo enseñar… es que ¡hay que saber, que pedir!”

Al recordar esta historia me surge una duda ¿Como pedir a los políticos que no aprueben esta Reforma Previsional?  ¿Qué piensa usted?