Hace unos días se viralizó un video que muestra cómo un estudiante agrede, pateando en el suelo, a un compañero con espina bífida en plena sala de clases. Un evento que nos hace reflexionar sobre los valores que imperan en nuestra sociedad, la violencia escolar y la inclusión educativa. Pero también sobre las prioridades de la educación y lo que realmente significa educar hoy.
Quienes trabajamos en este ámbito, nos damos cuenta de la complejidad de captar la atención de los estudiantes, apelar al silencio y mantener un clima de respeto y empatía en el aula. Aspectos tan básicos como que el profesor sea escuchado por los estudiantes, que ellos quieran y puedan hacer las actividades que se les proponen, disponer del tiempo para monitorear el avance y retroalimentarnos, se han puesto cuesta arriba.
La tarea docente, en muchas ocasiones, se vuelve inabordable. Y si bien la investigación educativa ha avanzado, entregando lineamientos para una práctica efectiva, su implementación se enreda cuando la teoría enfrenta la realidad. Si como país queremos garantizar una real inclusión, debemos asegurar la calidad educativa y el bienestar en el aula para todos. Tanto la atención a los estudiantes con necesidades especiales, el tiempo y disposición para educar y poder responder a las necesidades del aula tradicional, como también las del mismo profesor para poder pensar en la planificación, ejecución y evaluación de su docencia. Hoy estos tres aspectos están en cuestionamiento: es difícil asegurar que estamos respondiendo efectivamente a las necesidades especiales, tampoco a las del alumno “promedio” y no facilitamos que los profesores puedan sentirse competentes en su trabajo.
No todas las instituciones educativas son iguales y viven de la misma forma estos problemas. Hay diferencias según la dependencia pública o privada, la zona del país en que se ubica, el tamaño de la población que atiende, entre otras. Por ello el abordaje de estos temas debe ser sistémico y situado: involucrar desde el diseño e implementación de las políticas educativas hasta la gestión del aula, considerando los distintos contextos educativos. La implementación de las políticas de inclusión requiere ser gestionada con la seriedad que amerita, en especial en tiempos convulsos. Si en primero básico hay más de 40 estudiantes, o en primer año de universidad más de 80, es muy difícil que los profesores se sientan capaces de asegurar la calidad de los aprendizajes, la atención de la diversidad de necesidades educativas y el bienestar de todos.
Si realmente entendemos la educación como un proceso integral que promueve el desarrollo humano y social, como se plantea en el currículum nacional, debemos ser coherentes en cómo representamos, medimos e informamos de su efectividad. Así como contamos con valiosos indicadores que nos permiten como sociedad aproximarnos al aprendizaje que logran con los estudiantes (por ejemplo, a través del SIMCE, PAES), debiéramos contar con otros que informen de su nivel de inclusión como también del bienestar de alumnos y docentes. Así como la prensa informa de los mejores 100 colegios según puntaje en PAES, también estamos interesados en los 100 colegios que mejor implementan la inclusión y los 100 en que sus estudiantes y profesores se perciben con mayor bienestar.
* Verónica Villarroel Henríquez, PhD., Directora del Magíster en Educación para Ciencias de la Salud, Universidad San Sebastián