La Historia a saltos

Por Fernando Rocha Pavés

No pocas veces le encomendamos a la Historia que emita un juicio de carácter taxativo sobre determinados hechos pretéritos, en una postergación que va revestida por una parte, de la cómoda y tranquilizadora ambigüedad en el tiempo en que dicho juicio se emitirá, lo que permite eludir el riesgo de todo compromiso; y por otra, de una supuesta objetividad que necesariamente acompañaría a la Historia. Lo cierto es que la Historia logra desflecar a los sucesos de aquellos componentes de emocionalidad que necesariamente acompaña a todo actuar humano. Pero además, la Historia cuenta con un componente que no poseemos en la inmediatez de un suceso: sus consecuencias futuras. 

En efecto, repasar la Historia nos permite confrontar determinadas situaciones con su pasado para ver las raíces que determinan tal o cual suceso. Pero por sobre todo, con el “futuro”, esto es, con las consecuencias que dichos sucesos ocasionaron y que en el tiempo presente sólo podemos intuir o deducir pero nunca tener la certeza. En cuanto a su objetividad, es un atributo no tan claro. Pues necesariamente, para que en verdad sea Historia y no mera narración, se emitirán juicios de valor y se espigarán tales o cuales hechos o personajes de acuerdo al relativo mayor o menor perfil que determinada cultura le asigne a esos hechos o personajes. ¿Cómo entonces lograr, no ya una tal objetividad, sino a lo menos que nuestros subrayados tengan sentido, coherencia y por tanto un grado importante de validez? 

Tal vez el punto esté en que los confrontemos con ciertos principios y valores que asumimos como de reconocimiento universal y a los cuales ha arribado el hombre con no poca y ardua laboriosidad. Y que su cancelación o renunciamiento implica desconocer, precisamente, los inmensos sacrificios que las generaciones pasadas asumieron para que hoy fuesen realidad. Pero más importante aún, porque se asume el riesgo de ceder terreno a determinados sectores de nuestra sociedad que hoy en día resurgen con inusitada fuerza mirando con nostalgia un pasado de un universo de absolutos; y peraltan sin ambages como modelo de sociedad aquella en que los lugares que los hombres ocupan están definidos con anterioridad y en correspondencia con un supuesto orden natural.

Pero no debemos perder de vista tampoco que dichos sucesos ocurren en lo que un autor denomina paradigmas de base, esto es, un conjunto de distinciones primarias que se realizan sobre una misma matriz de sentido que permite diferenciar, por ejemplo, la cultura occidental de la oriental, pero que también son reconocibles dentro de la propia historia de nuestra cultura occidental y que determina su separación en períodos históricos como Antigüedad, Edad Media, Modernidad.

Entre la miríada de ejemplos que es posible auscultar en el devenir humano, el proceso –y no mero acontecimiento- denominado Reforma que implica tanto una reformulación teológica de los fundamentos doctrinarios del cristianismo como una alteración profunda del orden social medieval, se inscribe dentro una crisis generalizada de estos paradigmas de base que distinguen a la Edad Media y que derivará en la constitución de una sociedad, de una cultura en definitiva, radicalmente diferente. Más allá de los particulares afectos por un determinado suceso histórico –en este caso, la Reforma luterana y calvinista que en concreto fue la que se impuso en la Europa medieval- con toda su importancia y radicales influencias que provocó en la cultura occidental, no puede considerarse una suerte de solitaria gesta épica o cruzada salvífica de preciados valores y principios encabezada por Lutero. Entenderlo así sería asumir que la Historia se escribe a saltos.