Reflexiones sobre la verdad

Por Fernando Rocha Pavés

¿Qué rasgo tiene el ser humano de privativo, no sólo de su especie, sino respecto de todo aquel o aquello del mundo conocido, incluyendo los delirios de los mundos oníricos o de las fantasías? ¿Con cuál trazo del universo -conocido o por conocer- no es posible tropezar sino únicamente con aquel que le fue dado -o adquirido- por este ser humano desde que su sistema límbico fuera arropado por el entramado sináptico que los neurofisiólogos han denominado “corteza cerebral”? Paradójicamente, ese rasgo del cual se tiene la plena certeza de su existencia es… la incerteza.

Tiene este ser humano la fatalidad -o si tal vez, la fascinación- de la incertidumbre.
Utilizando un adjetivo prestado (Zubiri) digamos que este mono desnudo está “desfondado”, esto es, no tiene una base, un sustento, sobre el cual peraltar sus aparentes verdades. Por de pronto, no posee infalibilidad noética, siempre expuesto a la multiplicidad de las opciones; si bien suele construir ciertos principios prácticos, la sindéresis le es esquiva o fatalmente negada; y deambula sin convicción axiológica y certidumbre en su accionar moral. Sin embargo, lo que podría pensarse sea un panorama desolador, es el rasgo relevante de la condición humana. Lo que André Malraux definiría como “la soledad frente al destino”.

El ser humano es tal, precisamente, por estar desprovisto de esas certezas. Y debe en todo instante, optar. El ser humano podrá negarse a ejecutar una miríada de acciones; podrá incluso opcionalmente negarse a seguir existiendo; pero lo que no puede evitar es el tener que, en cada instante, escoger, decidir; escarmenar entre el sembradío de opciones que se le acontece en su diario vivir. En este estado que denominamos existencia, el ser humano en su peregrinar bizquea aquí y acullá buscando certezas. Pero cómo Sísifo en su perpetuo ascenso; cuando cree tener la certidumbre de la verdad alcanzada; cuando su espíritu inicia el proceso de la laxitud para arrellanarse en la placidez de la cumbre alcanzada… vacila, titubea; se asoma la duda que con efecto telúrico una y otra vez zarandea su espíritu para indicarle que no hay tal certeza; que la verdad -caprichosa ella- fue, quizás, apenas rozada, para luego escabullirse entre los engramas del pensamiento. Y este ser humano deberá reiniciar su fatigoso transitar en la búsqueda de certezas, búsqueda que no es, sino, el sentido de su propia existencia.

La historia -esa fantasía creada por el hombre, que nos intenta persuadir que hay “una” historia de los hechos y no meras interpretaciones- nos da cuenta que desde los griegos, esto es, desde cuando la cultura humana deja atrás la superchería y centra su quehacer en lo propiamente humano y en los fenómenos de la naturaleza, ha habido intentos monumentales por conquistar la verdad.

Y a lo largo de miles de años estuvimos convencidos que esta propiedad, esta característica, este atributo humano que es la razón, nos permitiría alcanzar las verdades ocultas en los meandros del universo. Que era una cuestión de tiempo, aunque se midiera en milenios. Y ante lo inasible, enfrentado a las aporías, el hombre ya crearía los instrumentos eficaces que le permitirían trajinar los andurriales donde haraganean camuflados los arcanos universales, no sólo del pasado, sino incluso aquellos del devenir. Descartes, en un arrebato de beatería exultante, proclamará: “no hay cosa tan remota que no se pueda, a la postre, llegar a ella, ni tan oculta que no se la pueda descubrir”. No obstante la esperanza depositada por siglos para alcanzar la verdad se desmorona; el hombre ya no tiene ni las certezas teológicas ni las seguridades que la razón le otorgaba. Los abrasadores fuegos de los dogmas medievales y los telúricos estertores de la razón dejan al hombre nuevamente a la intemperie.

A partir de Einstein lo relativo ya no es mera deducción, sino demostración fáctica. Desde la teoría de la relatividad de Einstein ya no es cuestión de perspectivas, de diferentes miradas sobre una misma realidad. Lo que se afirma es que no hay tal única realidad sino que estas realidades están en función del observador. Y mientras no se pruebe lo contrario, existe una sola especie que puede adjudicarse esta propiedad de observador: el ser humano. Cada uno de los integrantes de esta especie humana formulará, con sus deseos, anhelos y necesidades, con su conciencia estimativa -con su circunstancia, al decir de Ortega y Gasset- su propia realidad. Las leyes de la física podrán ser viables para todos los mundos posibles, pero lo que no se puede afirmar es la existencia de un solo mundo; de una sola, auténtica y definitiva realidad.

Pero he ahí la insalvable cuestión aporética. No obstante la multiplicidad, la infinitud e indeterminadas realidades, por definición, la verdad es única. La verdad se conjuga en singular, no en plural. La verdad imposibilita el hacinamiento. Si hubiese más de una verdad, aquella o ésta poseerían atributos faltantes a la otra. Y la verdad no puede tener carencias. La verdad además de única, de singular, es atemporal, no afectada por las circunstancias; la verdad está exenta de interpretaciones, se manifiesta en su comprensibilidad más plena. La verdad es totalizadora, no puede tener límites. Si los tuviera implica que habría algo más allá de sus fronteras. Y ese algo sería también una carencia. La verdad plena, total, no tiene insuficiencias. La verdad, en definitiva, tiene todos los atributos posibles. Si le fuere amputada una sección de su totalidad y que ésta sí fuese observada por otra verdad, dejaría de serlo. Sería una aproximación, pero no la verdad.

Más allá de una disquisición hermenéutica, pareciera que la aseidad de la verdad se constituye en el Absoluto. Y a quienes les parezca, podrán otear en el horizonte de la duda -a imagen y semejanza del Absoluto- al Gran Arquitecto del Universo.