* «La primera vez que conduciendo por Lima un autobús amagó con embestirme; pensé que su conductor estaba loco», sostiene Guillermo D. Olmo, corresponsal en Perú de la BBC. «En unos días al volante comprobé que es un comportamiento habitual. Muchos han llegado a la conclusión de que el único modo de abrirse camino en la congestionada capital peruana (Lima), es convencer al resto de que estás dispuesto a sacarlos de la carretera».
Sólo en el 2022 murieron 124 personas y 1.322 resultaron heridas en Lima, la capital de un país al que un reciente estudio de la consultora británica “Compare the market”, atribuyó tener los peores conductores de América Latina. Tras comparar aspectos como el estado de las vías, la velocidad o el número de muertos en accidentes, sus expertos concluyeron que sólo los tailandeses manejan peor en el mundo.
“En Lima hay que ser agresivo”
“En Lima tienes que ser agresivo, porque si no nadie te deja pasar”, me dice Alfonso Flórez Mazzini, de la Fundación Transitemos, dedicada a mejorar la movilidad y la seguridad vial en Perú. Cualquiera que aterrice en el aeropuerto internacional Jorge Chávez lo habrá notado. La glorieta de acceso está casi siempre atascada, y encontrar la manera de entrar en ella es la primera prueba de fuego para los nervios del conductor forastero. «No sueñen con que nadie va a cederles el paso como cortesía de bienvenida a Perú», añade.
Realmente, la vía que conecta Lima con su aeropuerto es un compendio de los problemas circulatorios y medio ambientales que aquejan a esta megalópolis de más de 10 millones de habitantes. Una carretera mal asfaltada y peor señalizada, carros viejos y mal mantenidos, furgonetas altamente contaminantes y en precario estado dedicadas al transporte público, y sobre todo, conductores indisciplinados, conforman una primera impresión chocante para el visitante. «En 1964, el escritor peruano Sebastián Salas Bondy publicó un libro titulado “Lima la horrible”, un título que se ha convertido en una suerte de tópico sobre la ciudad y que cobró para mí sentido la primera vez que tuve que hacer el recorrido del aeropuerto al centro como pasajero de un taxista malhumorado», dice Guillermo D. Olmo. «Las delicias gastronómicas que uno puede encontrar aquí en cada esquina, sea un fresco cebiche o un exótico arroz chaufa, me ayudaron a olvidar pronto las molestias del tráfico, y en mis primeros meses saboreé cada rincón de la ciudad como un usuario más de su transporte público».
Subía y bajaba alegremente de autobuses destartalados en los que pagaba un sol y medio por trayecto (menos de US$0,50), pero ya algunas cosas empezaban a chocarme -afirma D. Olmo- La mayoría de los chóferes manejan muy bruscamente, sin importarles que alguno de los pasajeros que marchaban de pie pudieran desequilibrarse y caer por sus acelerones y volantazos. Para apearse casi había que saltar en marcha y en los cruces de las principales avenidas, los chóferes reñían y porfiaban con otros vehículos por hacerse con los pasajeros que esperaban en las paradas. Aquí es típico que a bordo del autobús vaya asomado alguien que anuncia a gritos la ruta. “¡¡¡Todo Angamos!!!”””, vociferaba cada mañana el del mío. Al principio me resultaba folclórico y divertido, hasta que empecé a reparar en prácticas que implican un riesgo para los usuarios. Más de una vez el conductor del autobús en el que viajaba con otras decenas de limeños se lanzó por la avenida Angamos a todo lo que daba su vetusto motor, para alcanzar la siguiente parada antes de que lo hiciera otro autobús que circulaba en paralelo. Esas carreras de autobuses viejos en plena vía pública no son extrañas aquí.
El ex Presidente Fujimori
Flórez me contó que esa rivalidad despendolada se debe a la liberalización radical decidida por el ex presidente Alberto Fujimori en la década de 1990 -sostiene el corresponsal-. La Empresa Municipal de Transportes de Lima había quebrado en la grave crisis económica que sufrió el país, y Fujimori implantó un sistema de concesiones en el que prácticamente cualquiera con un vehículo a motor podía dedicarse al transporte de personas. “Quienes tienen la concesión cobran a los dueños de los vehículos por prestar servicio en esa ruta; por eso los conductores aceleran cuando las ganancias no son suficientes para compensar los gastos y andan de carreras por la ciudad con otros conductores”, me explicó Flórez.
Recién llegado a Lima con mi familia, aquello me importaba todavía poco. Estaba entusiasmado por atractivos como los coquetos restaurantes de Miraflores, las impresionantes vistas de su malecón, y el aire entre bohemio y decadente del distrito de Barranco. Quería explorar a toda costa y no me atrevía a subir a mis hijas a autobuses como los de aquí, así que decidí comprar un auto. Al fin y al cabo, acumulaba años de experiencia al volante en diferentes lugares del mundo. Me había movido sin problemas por las vertiginosas autopistas de Florida; había recibido cursos de conducción defensiva en España, sobrevivido a los bíblicos trancones navideños de Bogotá y a los delincuentes que acechan en los sinuosos cerros de Caracas; una vez, incluso, mi trabajo de reportero me obligó a atravesar Túnez de norte a sur en busca de la familia de un yihadista. Ninguna de esas experiencias resultó ser comparable a conducir en Lima.
Del concesionario al atasco
El día que saqué mi flamante auto nuevo de un concesionario en la zona de La Victoria tardé cerca de una hora en recorrer una distancia de unas pocas cuadras, tiempo suficiente para que me insultaran por lo menos tres conductores que no entendían mi empeño en guardar la fila para girar a la izquierda en el carril reservado para… ¡girar a la izquierda! Fue un viaje inaugural típicamente limeño, con bocinazos, atascos, discusiones, insultos y frenadas al límite. El grito de “¡¡Imbécil!!” que una señora le lanzó al conductor que detrás de ella le exigía a cornetazos que se saltara un rojo se convirtió en uno de mis primeros recuerdos sonoros de la ciudad. Cuando por fin llegué a casa y estacioné en mi garaje, el estrés había eclipsado cualquier atisbo de ilusión por estrenar carro. Ese día aprendí una primera lección. Nunca te fíes de las direccionales en Lima. Un vehículo que lleva las luces de la izquierda encendidas bien puede estar a punto de girar súbitamente a la derecha y viceversa.
Al día siguiente, camino del colegio con mi hija, aprendí otra. Todo vehículo en Lima puede detenerse en cualquier momento y lugar sin previo aviso, por insólito que resulte ese lugar. Taxis, autobuses y también eso que aquí llaman combis, unos pequeños minibuses generalmente desvencijados que suelen viajar repletos de pasajeros embutidos, acostumbran a parar en cualquier momento ante la posibilidad de captar a un nuevo viajero. Puede ser en el lateral de una vía rápida, sobre una acera o incluso en mitad de un cruce. Rara vez se toman la molestia de indicarlo con sus direccionales. En mis primeros días de conductor aquí hacía cosas absolutamente extravagantes para los lugareños, como detenerme en los pasos señalizados para peatones a cederles el paso. Ellos me miraban desconcertados sin atreverse a cruzar y, lo peor de todo, muchas veces los conductores que venían detrás maniobraban rápidamente para rebasarme por el carril de mi derecha, acelerando a fondo sin importarles que quien fuera a cruzar la calle fuera un viejecito o un grupo de escolares.
Mujer aplastada por una combi
Y es que, si manejar en Lima puede ser un desafío muy peligroso, no lo es menos caminar por ella. En muchos lugares no hay cómo cruzar la calle sin jugarse el pellejo, porque no hay semáforos ni pasos para peatones, y cuando los hay casi nadie los respeta. Recuerdo todavía las imágenes espeluznantes que vi una tarde en el noticiero. Unas cámaras de vídeo habían captado el momento en que una combi le pasaba por encima a una mujer que cruzaba una calle mal iluminada. El conductor se dio a la fuga. Ella murió. Luego supe que cerca de la mitad de los muertos en accidentes de tráfico en Lima son peatones atropellados