A propósito de algunas disquisiciones sobre el aborto presentes en ese conciliábulo denominado Convención Constitucional –evento urdido entre las paredes de la Boulé criolla- pareciera que la bioética pudiese ordenar la discusión sobre el respecto en tanto esta disciplina, con sus procedimientos y principios seculares jerarquizables intenta, si bien no resolver, al menos atenuar los dilemas bioéticos presentes en la asistencia sanitaria, en la investigación médica y biológica y la preservación del medio ambiente.
Y frente a un dilema moral en que dos o más de estos principios bioéticos están involucrados deberá prevalecer el de mayor rango. Si lo que se desea dilucidar, por ejemplo, contrapone la autonomía de una persona con el principio de justicia, la decisión implica que el principio de menor jerarquía se subordinará al otro. Pero en el tema del aborto la cuestión se enjareta por caminos bastante más ripiosos porque lo que verdaderamente colisionan es algo más que esos faros endilgantes al bien común. Son dos concepciones del mundo. Dos miradas universales, totalizadoras, que resaltan la moral en fundamentos radicalmente distintos.
La una hace referencia a una entidad metafísica patrocinadora de los actos morales en un mundo jerarquizado en el cual la naturaleza humana está delimitada por el demiurgo. Y constata además, la existencia normativa de ciertas nomenclaturas inspiradas por esa entidad metafísica que indexan las acciones y pensamientos a una moral objetiva, no afecta en lo sustancial por los entornos culturales y ahistórica.
La otra, de carácter secular, apuesta por la autonomía del ser humano asumiendo su carácter relacional-social. Un ser humano único e irrepetible, imposible de concebir sin el tú humano. Al que no le es posible comprenderse sin la mirada y la respuesta de los demás. Y que al mismo tiempo de cotejar sus actuares con su propia conciencia -ese retejador infatigable que nos interpela y conmina a endilgar nuestros haceres y decires por el recto camino- posee una imbricación también con el “otro”. Ese otro que, ciertamente, incluye a quienes participan de la otra u otras concepciones de mundo.
Si le agregamos que a esos actuares -referidos los unos, a una entidad metafísica; y al propio ser humano, los otros- se tiene la pretensión de anidarlos en un estatuto no ya moral, sino jurídico, entonces se transitará por caminos en que los hitos de referencia serán no sólo difusos sino que en ocasiones indicarán trayectorias definitivamente contrarias.
Ante este cuadro, y sólo para los efectos legislativos, la discusión finalizará necesaria e ineluctablemente en la imposición de una concepción sobre la otra por la mayoría circunstancial que se logre en el hemiciclo clistenesio. En el plano de la verdad, dilucidar la primacía se prolongará hasta el final de los tiempos. A menos, por cierto, que la Parusía se manifieste en toda su plenitud. Lo que a fin de cuentas, también significará que el fin de los tiempos ha llegado.
Fernando Rocha Pavés.-