A 50 años del golpe de Estado, volvemos a constatar el fracaso de la política en su capacidad de amalgamar la convivencia colectiva de nuestra amada nación. La oportunidad de reflexión elevada, y el reencuentro en torno a los valores de la democracia, la protección y promoción de los derechos humanos y fundamentales de las personas en toda su dimensión, se ha vuelto nuevamente incompatible con la brutal incapacidad racional, para dar paso a la pasión del partidismo, que no logra alcanzar la necesaria prescindencia elevada propia de la política de Estado.
Tal como dijo una vez Vargas Llosa, de visita en Chile, “no hay dictaduras más o menos malas, son todas inaceptables” No podría ser distinto en el caso de las violaciones a los derechos humanos, cualquier vulneración a los derechos fundamentales y cualquier forma de violencia utilizada como método de acción política. Son simplemente inaceptables. No pueden ser sujeto de contextualización, explicación, ni forma alguna de justificación. No por que no puedan tenerla si no por que no nos podemos permitir justificar la ausencia de racionalidad y normalizar la incapacidad de la política para resolver nuestras legítimas diferencias por vías pacíficas, democráticas e institucionales.
Parece que no aprendimos ninguna lección de la historia al aún debatir en la búsqueda de culpables y en el papel de víctima o victimario, sin asumir pese a la distancia de los años el fracaso compartido de la política. Le fallamos a Chile completo cuando intentamos imponer un programa que violenta a un sector importante de la nación, cuando el Estado es cómplice de la usurpación violenta, cuando intentamos vías para acceder a un régimen que en el mundo entero evidencia ser incompatible con la democracia y la inclusión de las minorías, que nunca ha sido alcanzado por una vía no coercitiva.
Es hora de dejar la prédica altisonante de la superioridad moral, de la inquisición y la censura al que piensa distinto y abrir paso al cuidado permanente de la democracia. Pero no solo una democracia reducida al papel de censo de preferencias esporádico, que mida mayorías circunstanciales. Si no una democracia siempre representativa, capaz de interpretar el sentir de las mayorías sin volver a descuidar nunca el derecho de las minorías, para su plena inclusión en la nación, casa de todos y cuyo futuro no puede abandonar nunca su vocación de proyecto colectivo, compartido e inclusivo.
Una democracia entendida siempre como un frágil y delicado sistema de convivencia colectiva que se sustenta en el respeto irrestricto del Estado de Derecho y en el reconocimiento del Estado en cuanto asociación de todos los Chilenos por y para el resguardo y promoción de los derechos fundamentales, para el ejercicio de la libertad de todos los hijos de esta tierra y quienes la habitan.
Que el sacrificio y el dolor de cientos de compatriotas que vivieron tropelías y abusos dolorosos en distintos momentos de nuestra historia nunca dejen de conmover los corazones de los integrantes de esta comunidad nacional, para que la bandera de la patria siempre flamee con el orgullo de los Chilenos sin excepción como un país resiliente que sale al encuentro de su historia para no repetir los fracasos del pasado y abrazar con fuerza un futuro compartido de paz y prosperidad en que la democracia y los valores y principios permanentes de respeto y promoción universal de los derechos fundamentales, vuelvan a ser el sello distintivo de nuestra gran nación.
Para alcanzar estos nobles propósitos el papel de los hombres y mujeres de Estado debe ser prescindente dejar la búsqueda de ventajas menores y buscar en cada gesto dar cabida a las distintas visiones sin abdicar de un futuro común basado en principios compartidos y en una misión y visión que refuerce la unidad de propósitos y que movilice las capacidades de nuestra sociedad en torno a un futuro cohesivo, inclusivo, para la paz y la prosperidad en un futuro común.