En ese extraordinario diálogo público realizado en 1995 entre Humberto Eco y Carlo María Martini, intelectual laico el primero, príncipe de la Iglesia y Arzobispo de Milán, el segundo, este último se pregunta: ¿Dónde encuentra el laico la luz del bien? Ajenos a un Absoluto que respalde el actuar moral, ¿cuál es el cimiento inquebrantable que puede fundamentarlo? ¿En qué creen los que no creen? En definitiva, señala Martini, ¿Donde encuentra la luz y la fuerza para hacer el bien no sólo en circunstancias fáciles, sino también en aquellas que nos ponen a prueba hasta los límites de nuestras fuerzas humanas y, sobre todo, en aquellas que nos sitúan ante la muerte?
Más allá que las interrogantes denotan una suerte de consideración apodíctica respecto a lo que se ha de entender por “el bien”, lo cierto es que la historia ofrece variados testimonios que apuntan precisamente a la posibilidad de fundar nuestros actuares en la sola convicción. Por de pronto el propio Nazareno, si bien de naturaleza teándrica, la teología ha enfatizado que “se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado”. Y por tanto su sacrificio en la cruz es la de un humano que afrontó la tortura y la certeza de la muerte en la más profunda de las convicciones, por más que su destino final lo fuera en un devenir o misión trascendente. La tortura y la muerte sufrida era la de un mortal convencido de la causa que le llevaba, cotejando con la interrogante de Martini, hasta los límites de sus fuerzas humanas y, sobre todo, en aquellas que nos sitúan ante la muerte.
Giordano Bruno, el pensador que afronta la persecución, la cárcel, que dos veces flaquea pero que finalmente niega retractarse y afronta el martirio en la hoguera, sobrepasa ciertamente los límites de sus fuerzas humanas y, sobre todo, en aquellas que lo situaron ante la muerte.
En nuestra propia historia reciente, el presidente Allende alude en su alocución postrera las profundas convicciones que lo impulsan conscientemente a la inmolación, por cierto fuera de toda invocación a referentes trascendentes: “Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo…” Y agrega: “tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
De manera que la cuestión es si necesariamente debemos bizquear hacia una referencia metafísica que patrocine nuestros actos morales; si debemos aceptar la existencia de un mundo jerarquizado en el cual la naturaleza humana está necesariamente delimitada, cuando no obturada. O por el contrario, si es posible un universo moral similar al universo físico, en un estado de eterna y sucesiva evolución y que no hay tal “Absoluto”, que somos mero tránsito, definitiva contingencia; y que a lo más, podemos optar por un engarce común, aunque precario, que permite el interactuar con el otro en base a nuestra “conciencia”, ese retejador infatigable que nos interpela y conmina a endilgar nuestros haceres y decires por el recto camino.
Convengamos, no obstante, que al apelar sólo a la conciencia se corre el riesgo de caer en un relativismo extremo al asumir como validante de nuestros actos el sólo hecho de que estos se ajusten a los dictados de “mi” conciencia y haber actuado conforme a ella. Lo aventurado de esta suerte de solipsismo ético es olvidar el carácter relacional-social del hombre. Y que mis actuares, además de su cotejamiento con mi propia conciencia, poseen un compromiso también con el “otro”. Este ser humano, único e irrepetible, es imposible concebirlo sin el tú humano igual a mí. No me es posible comprenderme sin la mirada y la respuesta de los demás. Por tanto “mi conciencia” lo es en armonía con las “otras conciencias”.
Paradójicamente, debemos sortear el riesgo contrario. Esto es, que para evitar el relativismo extremo, se considere la existencia normativa de ciertos decálogos, nomenclaturas o catálogos morales, que concluyen indexando nuestras acciones y pensamientos a una tal moral objetiva, no afecta en lo sustancial por los entornos culturales y ahistórica.
¿Cómo resolver esta aparente aporía?
Bajo el presupuesto de la libertad -con los acotamientos irremediables a toda libertad real y no mera entelequia- tal vez si la respuesta esté en cotejar nuestros haceres y decires con los principios y valores que peralta el colectivo al cual pertenecemos y en el cual nos relacionamos; asumiendo que pueden no ser los mejores, pero son por los cuales apostamos. Y que también puede el día de mañana, en otros contextos culturales, ser superados y reemplazados por otros más valederos.
Por Fernando Rocha Pavés.