Plagas de castores arrasan bosques de Tierra del Fuego en Argentina y en Chile

* Introducidos en 1946 en el lado argentino de la Isla Grande de Tierra del Fuego, los castores tardaron menos de medio siglo en convertirse en plaga e invadir todas las cuencas hídricas del archipiélago, afectando a los bosques ribereños, a los acuíferos y a las turberas, humedales claves en la retención de dióxido de carbono.

En Argentina se calcula en 66 millones de dólares anuales las pérdidas por daños directos a los bosques ocasionados por esta especie. Y en Chile, en 2020, se estimó en 73 millones de dólares el perjuicio económico provocado por los castores. Dos proyectos piloto, realizados en Argentina y Chile, impulsan un plan de erradicación de la especie invasora. Su puesta en marcha depende de decisiones políticas y financiación a largo plazo.

“Sucesos Argentinos” era el nombre de un breve resumen de noticias que se proyectaba en los cines y era el aperitivo a la emisión de las películas. Nacido en la década de los treinta, en tiempos anteriores a la televisión, era el único registro audiovisual de hechos políticos, deportivos, económicos o sociales al que se podía acceder. Fue en uno de esos resúmenes donde, en 1946, se incluyó una novedad que, según decía la voz en off, apuntaba a “enriquecer la fauna fueguina”. Las imágenes mostraban la llegada de los 20 primeros ejemplares de castores introducidos en Argentina, más concretamente en las muy lejanas y solitarias latitudes de Tierra del Fuego.

“El imaginario social de la época concebía como más valioso el modelo de desarrollo del hemisferio norte y traer especies desde allí se veía como una oportunidad de crecimiento económico”, explica Christopher Anderson, biólogo doctorado en Ecología y profesor asociado de la Universidad Nacional de Tierra del Fuego. De esa manera, la Patagonia a ambos lados de los Andes se fue poblando de animales hasta entonces desconocidos, como el castor, el visón americano y la rata almizclera, en todos los casos pensando en explotar comercialmente sus pieles. “Sería injusto juzgar a quienes tomaron aquellas decisiones. No había estudios suficientes para entender lo que podía ocurrir en un futuro”, señala Alejandro Valenzuela, bio ecólogo especializado en manejo de especies invasoras e investigador adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet).

Vegetariano de hábitos familiares

El castor es 100 % vegetariano y tiene hábitos familiares, ya que vive en pareja junto a una o dos camadas de crías. Cada pareja suele tener un par de descendientes al año. Este roedor puede vivir entre cinco y seis años. Foto: Cristopher B. Anderson. Por supuesto, nadie podía imaginar en esos tiempos que, menos de un siglo más tarde, el castor (Castor canadensis), un roedor natural de los bosques estadounidenses y canadienses, sería considerado una plaga a exterminar en el archipiélago más austral de América. En Argentina, la especie fue oficialmente declarada como exótica e invasora en 2014, aunque ya en 2006 la provincia de Tierra del Fuego le había dado tratamiento legal de “dañina y perjudicial”. Chile, por su parte, decretó que los castores eran “dañinos” en 1992.

“En general, los ecosistemas de las islas suelen ser más simples, menos resilientes. Es decir, se adaptan peor a un disturbio como el que puede provocar la explosión de un volcán, la actividad humana o una especie exótica”, comenta Valenzuela y explica que “algo parecido ocurre con las zonas frías, porque la cantidad de especies nativas es menor respecto a las que hay en regiones tropicales. Tierra del Fuego posee ambas cualidades: es una isla en una región subantártica. Un ‘nuevo invitado’ cuenta con muchas más probabilidades de éxito que en ecosistemas similares [a nivel continental]”, agrega.

Cien mil a ciento cincuenta mil

Sin depredadores nativos que los molesten y rodeados de un entorno que durante miles de años fue ajeno a una especie con sus características, los castores se multiplicaron sin ningún tipo de oposición. Hoy se estima que su número absoluto estaría entre los 100.000 y 150.000, aunque se le otorga más trascendencia al hecho de que la invasión afecta el total de las cuencas hídricas. Los efectos pueden verse ahora. Primero colonizaron toda la Isla Grande del archipiélago, luego hicieron lo mismo con las ínsulas más pequeñas y, desde los años ochenta, incluso las franjas más al sur de las tierras continentales sudamericanas. “En Tierra del Fuego la frontera es un alambre, no hay barrera física entre los países. Tenemos múltiples cuencas hídricas compartidas, y el castor cruzó de Argentina a Chile sin necesidad de pasaporte”, señala Cristóbal Arredondo, coordinador del programa Conservación Terrestre en Wildlife Conservation Society (WCS) en Chile. El proceso de invasión fue progresivo e imparable. En el norte, osos, lobos y águilas ejercen una función limitante para el crecimiento de la población de castores. En el sur no existe ninguno de esos depredadores y a esto se le sumó el rotundo fracaso del proyecto de desarrollo económico.

“En ningún lugar del mundo los castores se crían en granjas. Están sueltos y para aprovechar su piel hay que salir a cazarlos con trampas, pero aquí no existe esa cultura y nadie sale a hacerlo espontáneamente”, cuenta Anderson con conocimiento de causa, ya que proviene de tierra de castores. Nacido en Carolina del Norte, Estados Unidos, este investigador del Conicet se instaló primero en Puerto Williams, Chile, en 1999, para más tarde trasladarse a Ushuaia, en el lado argentino. La reproducción libre y la falta de incentivos para la caza facilitó la expansión del castor.

De bosques a praderas de pasto

De tamaño mediano —unos 75 centímetros de largo más una cola de 25 centímetros, y entre 15 y 20 kilos de peso—; 100 % vegetarianos; con hábitos familiares, ya que viven en parejas junto a una o dos camadas de crías (cada pareja suele tener un par de descendientes al año); territoriales y con una longevidad limitada a cinco o seis años, los castores no hacen más que reproducir en el extremo sur del mundo el comportamiento que evolutivamente aprendieron a hacer en sus hábitats del norte. Estos roedores construyen sus madrigueras con la boca de acceso sumergida para dificultar el acceso de sus depredadores, sin importar que no tengan alguno en Tierra del Fuego. Para ello necesitan aguas más o menos tranquilas, que consiguen a partir de la creación de pequeñas represas. Con sus cuatro poderosos dientes incisivos roen los troncos de los árboles hasta voltearlos y con ellos fabrican los diques. La diferencia, con respecto a su entorno original, es que la naturaleza circundante no responde del mismo modo. La consecuencia es un profundo desequilibrio ecosistémico.

“Los árboles de la Patagonia —coihues, lengas, ñires, raulíes, entre otros— pertenecen todos al género Nothofagus que no pueden vivir en un humedal y demoran varias décadas en crecer. En cambio los pinos en Estados Unidos o Canadá crecen en cinco años”, subraya Alejandro Valenzuela. El resultado es demoledor: una vez que las lagunas artificiales se van drenando, los pastos —algunos también exóticos— ocupan el lugar del bosque, convirtiéndolo en lo que se denomina una “pradera de castor”. “Como se trata de un animal cuya vida transcurre junto a los cursos de agua, el principal impacto ecológico que ha producido es una transformación del paisaje de todo el archipiélago en las riberas de ríos y arroyos. Los castores son ‘ingenieros de ecosistemas’, construyen diques con troncos, crean lagunas y, en definitiva, fragmentan el bosque ribereño”, resume Anderson. El cambio es tan considerable que el propio investigador lo considera “el mayor impacto en el paisaje de la isla desde el retroceso de la última glaciación. Se estima que hay unas 40.000 hectáreas de bosque afectadas”.

Un parásito intestinal

Pero la presencia de los castores no se detiene en las zonas arboladas. En áreas sin tanta vegetación, como las estepas del norte de Isla Grande o las alturas montañosas, modelan sus espacios con piedras y barro, y satisfacen su necesidad roedora con los postes que sostienen los alambrados de las haciendas. Su actividad también afecta a las turberas, humedales compuestos por material orgánico muerto o en descomposición, de enorme valor por su capacidad para retener dióxido de carbono. Y en pueblos como Porvenir, el más populoso del sector chileno de la Isla Grande, se ha detectado que pueden contaminar el agua de consumo con Giardia lamblia, un parásito intestinal transmisible de animales a humanos. Las consecuencias que ha provocado la presencia del castor en estas tierras promueve un caso sin antecedentes en el mundo: toda campaña destinada a combatir a esta especie invasora y restaurar los bosques tiene que ser compartida por Argentina y Chile. “Los esfuerzos sí o sí deben ser binacionales. Si Chile no actúa, a Argentina no le valdrá nada lo que haga, y viceversa”, confirma Arredondo, de WCS Chile. (Rodolfo Chisleanschi, Mongabay).