Esta instantánea hace referencia a procedimientos impuestos a mujeres en proceso reproductivo, ya sea durante el control prenatal o en la resolución del parto y posteriormente. Su análisis debe contemplar el contexto de la relación de medicina y sociedad hecho dinámico de clara interdependencia y que resulta ser una ecuación con diferentes grados y matices en los distintos países, donde el tema central es la equidad de género en los niveles de toma de decisiones como la real y objetiva defensa de las demandas del género femenino.
Las sociedades occidentales más desarrolladas han alcanzado avances resultando una contribución innegable a la salud de la especie humana y el desarrollo cultural como un proceso obligado y continuo. Chile integrante de esta cultura tiene antecedentes históricos que permitieron en la primera mitad del siglo XX un importante vuelco con la creación del Servicio Nacional de Salud como columna vertebral, cubriendo con sus atenciones del extremo norte a sur del país, siendo la piedra angular para superar los índices de mortalidad con la base y soporte de las mejoras de las determinantes de salud reflejados en mejores índices socioeconómicos. Con ese marco general se logró la drástica disminución de la mortalidad materna y por aborto con un efectivo plan de control de natalidad, que nos han llevado a ostentar cifras similares a los de países desarrollados.
La normativa ministerial en el campo de la obstetricia debía ser cumplida rigurosamente, con los controles prenatales sin oposición de las gestantes ya que garantiza el éxito del binomio madre-hijo a la luz de las cifras exhibidas, logrando en la actualidad una atención profesional prácticamente en el 100% de las embarazadas.
La atención del parto en esos tiempos debía cumplir exigencias, muchas en desuso como el enema intestinal y rasurado del vello púbico obligatorio al inicio del trabajo de parto. Solo la parturienta tenía que entregarse en este trance al protagonismo del equipo médico relegada a un rol secundario depositaria de todo tipo de intervenciones, como fiel reflejo de una medicina paternalista. No existía el concepto de violencia obstétrica, acuñado en la actualidad como una exigencia social de género que emerge cuando ya han sido superados los problemas básicos asociados a la salud humana, en este caso la reproductiva. En ese tiempo existían normas que eran para cumplirlas sin ninguna excepción.
Las complicaciones siempre presentes en el fenómeno de la reproducción de la especie, como la temida placenta previa y su hemorragia, o las presentaciones fetales anómalas, que sin concurso de los avances de la medicina terminaban frecuentemente en tragedias, situaciones que fueron remediadas con la operación cesárea, practicadas por médicos obstetras. La tasa de cesáreas no supera el 5% en los años 70.
Actualmente la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda un porcentaje no mayor a 19% para la operación cesárea, ya que cifras superiores no se asocian con mejores índices de disminución de mortalidad materna ni de neonatos. El análisis del aumento inusitado del porcentaje en nuestro país tiene múltiples explicaciones y razones. La primera consideración es la diferencia de las cifras de cesáreas en el sistema público y privado que carece de un sustento de tipo médico, revelando un problema de alta connotación social y cultural que representa un desafío actual para la relación medicina y sociedad.
La profesional matrona ha tenido históricamente la capacitación para su paradigmática labor que es la atención del parto. Esta labor está reservada para los partos de evolución normal en las maternidades de los hospitales públicos del país con una cifra promedio algo superior al 50%. Los partos complicados en el servicio público son resueltos por médicos especialista en obstetricia funcionarios del sistema público, principalmente por operación cesárea.
Diametralmente opuesto es en el sistema privado, salvo escasas excepciones, puesto que las matronas no atienden partos en clínicas privadas, derecho asumido en su totalidad por médicos obstetras, preparados para intervenciones quirúrgicas relacionadas con el parto y no para condiciones de evolución normal del desarrollo de un evento eminentemente fisiológico con tiempos definidos, comparado con una operación cesárea que no excede los 45 minutos para su realización, por lo que la elección va en favor de optimizar los tiempos, con importante número de cirugías programadas con todo tipo de argumentos reflejando el empoderamiento de una sociedad inmediatista carente de reflexiones frente a los supuestos avances de una medicina que acepta el intervencionismo sin manifestar una autocrítica. Esto podemos interpretarlo como violencia obstétrica sin excluir la complicidad de la sociedad frente a una resignada postura de aceptar la decisión médica como infalible.
Por otro lado, otro ingrediente importante es el dolor en el trabajo de parto, único dolor de la especie que indica que todo está bien, tiene distintas miradas con reparos a su presencia ya que en general se asocia a la adversidad de clases inferiores, por lo que no se escatiman esfuerzos para combatirlo, analgesia endovenosa, anestesias regionales y otras medidas que en conjunto dificultan el proceso fisiológico del milenario evento, siendo también causante frente a otras medidas tecnológicas de vigilancia, de intervenciones quirúrgicas, sugeridas por una precipitada interpretación de sus resultados.
Poco ha hecho en este campo en nuestro país la implementación del Consentimiento informado, que esbozó el término de una medicina paternalista depositando en la paciente la aceptación de procedimientos frente a una supuesta y completa información entregada por los profesionales. Este derecho de las pacientes representantes de una sociedad consciente de obligaciones y derechos debe descartar toda posibilidad de violencia obstétrica, en ambos sistemas de salud, presumiblemente mayor en el sistema público, pero sabemos de la demanda universal de trato digno en muchas latitudes.
* Dr. Jorge Cabrera Ditzel
Profesor Titular de Obstetricia y Ginecología
UDEC-UNAB